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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

martes, marzo 25, 2008

Gol

No me acuerdo de cuando eché mi último polvo (mentira cochina, me acuerdo perfectamente, hasta el punto de poder dar la posición geográfica con la precisión de un GPS, las posiciones de otro tipo con la profesionalidad de Rocco Sigfredi, la duración del mismo con la sensibilidad de un reloj atómico, el día, la hora y el minuto en que se produjo con la exactitud de las Efemérides Astronómicas Internacionales y los detalles psicológicos de la interfecta con el distanciamiento de la doctora Melfi).

Enunciada mi confesión panterisizada, hoy quiero escribir sobre la mitificación del sexo, un acto de lo más placentero e interesante, pero evidentemente sobrevalorado en nuestra sociedad, hasta el punto de guiar comportamientos, finiquitar parejas, aniquilar amistades, enturbiar discernimientos y amnesificar cerebros. Todos conocemos cientos de ejemplos sobre las acciones enumeradas, pero me quiero centrar en una, muy concreta, la última para ser exactos, ya que he descubierto recientemente que mi prolongada sequía sexual me está haciendo olvidar las cosas importantes de la vida.

El momento de la iluminación me sobrevino el domingo pasado, a eso de las ocho y media de la tarde. Transitaba yo a la velocidad de crucero que me permiten mis piernas (unos diez kilómetros hora aproximadamente) por una planicie de un verde intenso, rodeado de un conjunto de deshechos humanos (treintañeros cada vez más próximos a dejar de serlo), ataviados con unos ridículos pantalones cortos, camisetas y petos rojos o azules, cuando un carril se abrió en la zona izquierda de la planicie. Forzando al máximo mi mermada musculatura, aumenté mi celeridad en otro kilómetro hora aproximadamente y, a punto de echar el bofe, conseguí proferir un grito de aviso, que bien podían haber sido mis últimas palabras, pero que el mediocentro de mi equipo, digno de cualquier unión deportiva de veteranos del IMSERSO, interpretó correctamente, lanzando un preciso y precioso pase al hueco. El vuelo del esférico completó una maravillosa parábola de una belleza tal que despejó todas mis dudas físicas y psicológicas. Un pase semejante sólo merecía un final. Con una agilidad inesperada, completé mis dos últimas zancadas, eché un vistazo al portero rival, situé el pie en el ángulo correcto y, con un sutil toque, nacido de una habilidad hace años olvidada, envié el balón al palo contrario, donde, con la suavidad de un milagro, golpeó dulcemente para acabar de alojarse en las redes, que lo acunaron como la más cariñosa de las madres. Hay sensaciones que no se pueden describir con palabras. Esta no (doble negación, o sea, que sí). Una sencilla y maravillosa palabra de tres letras: gol.

Lamento la decepción del lector habitual, pero a veces uno tiene que dar lugar a la sorpresa. Sé que todos esperabais un lamentable último evento que acabase con el bello momento recién narrado y que hiciera que la gloria de la pelota en las mallas no fuera más que otra triste utopía. Pero el caso es que fue gol. Después de un año sin jugar al fútbol, con las articulaciones anquilosadas, con el infarto acechante, con el patetismo de la media hora previa y de la media hora posterior, con las agujetas que aún me duran, con la endeblez de mis rivales (en un estado similar o peor que el mío), con la subjetividad de mi percepción (igual fue un melón al que di por casualidad), con todo lo que se os ocurra añadir: el caso es que fue gol. Y, entonces, la iluminación.

¿Por qué llevaba más de un año sin pensar en lo que mola meter un gol? ¿Qué clase de alienación moral puede hacer olvidar semejante disfrute? ¿En qué tipo de detrito ético me estoy convirtiendo? ¿Cuál es la causa fundamental, si es que existe, de esta anomalía mental?

El primer interrogante podría contraponerse a este: ¿por qué no paro de pensar en cuándo echaré el próximo polvo? Evidentemente, la biología domina sobre el intelecto, pero, aún así, es sorprendente la omisión inicial: más de un año sin recordar lo que mola meter un gol. El impulso reproductor es evidente, pero esto va más allá. Mi obsesión sexual anula otras, que podrían ser, al menos, tan importantes. Lo que me lleva a preguntarme qué otras cosas estaré dejando en el tintero por culpa de la ausencia de sexo compartido.

Esto me lleva a la alienación moral. Un gol se puede ver como un acto agresivo, un síntoma de rivalidad, un afán de competición, pero también es la obra de un grupo, aunando estrategia, habilidad, precisión y belleza. Supongo que al acto sexual se le pueden asociar epítetos bastante similares, pero existe una diferencia, en lo que a las implicaciones posteriores atañe. Las consecuencias sociales de un gol no suelen ir más allá del alegre pique con tus compañeros de partido. Mientras que las de un polvo pueden ser mucho más serias.

Establecida la superioridad moral del gol y asumida, por tanto, la alienación descrita, el siguiente paso en mi reflexión es el detrito moral en que me estoy convirtiendo. Cierto es que hay, basta otear otros posts, circunstancias ajenas al sexo y su ausencia que colaboran a esta degeneración personal. De hecho, son tantas y tan variadas que escapan a mi escasa capacidad de análisis.

Llegamos, pues, al territorio de las conclusiones.






Abandonado éste, una última reflexión: Siendo honesto conmigo mismo, la verdad es que tengo otras obsesiones mucho más dignas de su significado que “cuándo echaré el próximo polvo”. Los sempiternos problemas legales me impiden escribir sobre las mismas. Sólo añadir que, después del partido, acudí al Ibice, ilustre bar donde sirven el mejor bocadillo del mundo: panceta vegetal. Hacía más de un gol que no me comía ninguno. Con una sonrisa satisfecha, procedí a pedir uno y a ingerirlo extáticamente.


Quién sabe, el mundo pudiera estar cambiando.

4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

lastima el golazo del puto inquilino, que dejo su gol de vd. en una triste carambola. A mi me agrió el pepito de ternera, no puedo imaginar que efectos tuvo sobre su psique

9:47 a. m.  
Blogger Ignatius said...

es cierto que después de un hattrick, a uno le cuesta recordar los goles de otros (más si son de ese otros (aunque es cierto que, como momento único, tuvo su valor)). Siento no haberle pasado el balón en las dos ocasiones en que le vi (una lo intenté). No creo que me deba guardar rencor por eso...

10:16 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

La cuestion es, donde deja esto al portero del equipo??
Sera por esto que los porteros se dedican a la busqueda compulsiva del sexo, para saciar su falta de gol.

1:53 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Mi muy querido y nunca olvidado - man'que un tanto "abandonado"- Ignatius, hay incluso placeres más sencillos que echar de menos durante más de un año... como tomarse unas birras de mahou con los colegas en cualquier bar infecto. (O dormir más de dos horas seguidas... pero esa es otra historia... gajes de haber escuchado el tic-tac del reloj biológico)
Y necesito remediarlo, dios mediante, tan pronto vuelva del exilio y se me conceda la pertinente audiencia ;-)

Besos y holas desde NuYol

5:09 p. m.  

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