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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

martes, septiembre 26, 2006

Vida Perra, el comienzo

La conocí en el parque. Era una de esas chicas cuyas excelencias físicas te hacen pensar que está fuera de tu alcance, que no pertenece al mundo de los mortales, que está en un plano superior y que, simplemente, debes dar gracias porque se cruce en tu camino una vez en la vida. Teniendo en cuenta esto, mis gracias debían multiplicarse, ya que la solía ver casi a diario, cuando paseaba a su perro -un asqueroso perro-rata, cuya raza desconozco (de nombre)- por el parque.

Mis costumbres tuvieron que cambiar. Antes de verla por primera vez, apenas iba al parque, pero, desde aquel glorioso día, decidí que era el momento de reverdecer viejos laureles y volví a jugar al baloncesto para tener una excusa de visitar el parque todos lo días. En mis tiempos, no se me daba mal eso del básquet y llegué a ser un jugador decente. Pero mis tiempos habían pasado hacía rato, llevándose mi infalible tiro de tres y mi buena forma física. Las agujetas y los dolores de espalda me estaban matando, pero merecía la pena. Al volver a casa, me las apañaba para cruzarme con ella, con sus labios generosos, sus grandes ojos verdes y su melenita rizada, por no hablar del cuerpazo que gastaba, capaz de provocar urgencias veraniegas en pleno mes de Diciembre. Desgraciadamente, nos encontrábamos en el otro solsticio, lo que la hacía llevar unos modelitos absolutamente enfermantes.

Enfermante es la palabra. Supongo que eso es lo que me pasó. Algunos lo llamarían obsesión, quizás perturbación, los más románticos podrían hablar de enamoramiento y los más recalcitrantes de ofuscación. Pero yo, con la distancia que proporciona el tiempo, creo que la mejor definición es enfermedad.

La tenía que ver todos los días, y solía hacerlo gracias a su asqueroso ratón con raza de perro que paseaba puntualmente cada tarde. Aunque había algunas en las que faltaba a nuestra cita. Afortunadamente eran pocas, porque el día que no la veía, sentía que algo se rompía en mi interior.

Los días normales, dejaba el baloncesto a tiempo de recuperar el aliento y me dirigía al camino de tierra por el que ella ascendía habitualmente. La observaba allí abajo, cuando mis lentillas no me permitían distinguir con nitidez sus rasgos. Y, a medida que se aproximaba, sus facciones no sólo se acercaban a la expectativa, sino que la superaban ampliamente, situación que no es nada frecuente, como conoce cualquier miope que se precie. Durante semanas la observé en ese trayecto de cincuenta metros, que cada día me parecía más corto. No recuerdo que ella me mirase nunca.

No, no recuerdo que me mirase en aquellos tiempos. Sin embargo, sus ojos no escondían ningún misterio para mí. Bastaba con cerrar los míos para encontrarme con esa mirada que en la realidad nunca se daba.

Eran momentos de placer doloroso. Sus ojos tan claros en mi memoria, sus rasgos tan nítidos en mi recuerdo, su cuerpo tan cerca, pero, en realidad, tan lejos, inalcanzable.
Empecé a preocuparme cuando me di cuenta que llevaba diez días sin hablar con nadie. En mi contestador descansaban tres o cuatro mensajes que no había escuchado, llevaba varios días sin mirar el buzón y sólo me dejaba llevar pensando que por la tarde la vería acompañada por su estúpido roedor.

La enfermedad seguía creciendo y una urgente necesidad de hablar con ella fue llenando todos los recovecos de mi cuerpo. Imaginar su melodiosa voz y su brillante mirada enfocadas en mí me provocaba un placer ansioso, cargado de impotencia y necesidad.

¿Qué podía hacer? Lo intentaba todos los días. Al despertarme me decía que ese era mi día, que lo iba a hacer. Por la mañana me sentía osado y preparado, la tarea me parecía sencilla, casi un juego. Pero, con el paso de las horas, mi seguridad se iba diluyendo en un mar de dudas, el juego se convertía en pesadilla y la tarea se volvía irrealizable. Al llegar a la pequeña cuesta de tierra, sólo podía mirarla y observar como se alejaba, dejándome con una terrible desazón y un sabor de amarga derrota.

El tiempo transcurría con desesperante lentitud y el momento de su ascenso por la pendiente cada día se me hacía más breve. Tenía que hacerlo, tenía que hablar con ella. Pero, cada tarde, cuando llegaba el momento, el pánico me aferraba y no me soltaba hasta que sus cimbreante caderas se perdían entre los árboles, a la izquierda.

Entonces se me ocurrió. Mi mente enferma ideó un plan perfecto para conseguir mi ansiada conversación. Una idea cercana al delirio que cada día crecía en mi interior. Nublado, como un loco, trataba de encontrar algún error en mi perturbado razonamiento, pero nunca lo encontraba y mi cerebro aprovechaba para engordar su empresa, apremiando mi indecisión.

7 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Di NO a las historias por capítulos.

3:03 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

No

4:26 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

No

5:47 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Es mas:

No

5:48 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

ignatius: me pediste una cosa y no tengo mail donde mandártelo...

en otro orden de cosas: NO

(sin haber leído el post, lo reconozco, y solo por tocar los cojons a little)

7:39 p. m.  
Blogger Ignatius said...

amigos del exchat, no sólo os doy la razón, sino que me adiero a vuestro reclamo: NO. En breve, el próximo episodio.

Jaimónimus, siempre podría acudir a otras tecnologías, como el móvil (aunque intentaré que aparezca mi dirección en el chat).

9:42 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

4 NOES y uno de ellos por duplicado y con convicción. Creo que hoy ha sido uno de los días más importantes de mi vida. Que poder de convicción.

Por otro lado esto debería,tal vez, hacerme reflexionar sobre mi vida... o tal vez no.

Sólo un comentario para Jaimónimus (al margen de alabar su impersonal y discreto nick) ¿quién es little? (valen pistas sutiles)

10:08 p. m.  

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