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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

viernes, septiembre 29, 2006

Vida Perra, el fin

No perdí la esperanza. Al fin y al cabo, habíamos pasado un rato maravilloso. Además, estaba el bicho. Tal y como había planeado, le había encantado. Sabía donde encontrarme. Día tras día, me dirigí hacia el banco de nuestro primer encuentro, cargado de esperanza e ilusión. Y, día tras día, me volvía sintiéndome el ser más miserable del planeta, recordando cada instante de nuestro paseo, cada detalle de nuestra conversación, cada gesto, cada palabra. Era injusto, pero lo entendía. A pesar de lo extraño que me resultaba, era evidente el aprecio que sentía hacia su rata. Volver al parque sólo la serviría para rememorar aquel maravilloso día para mí, horrible (supongo) para ella.

Mi relación con el bicho sufrió un nuevo cambio. El chucho dejó de cometer equivocaciones, lo que suponía un alivio. Pero era evidente el amor que sentía por mí; un amor que me resultaba grotesco debido a lo lejano que estaba de mis sentimientos hacia él. Debo reconocer que le tenía una cierta simpatía, como pieza de mi frustrada conquista, pero esa simpatía se veía cercada por el asco, la grima, la repugnancia y la aversión que me producía el verle. Además, no podía soportar su insuperable estupidez y no podía olvidar que su papel en el parque había sido precisamente el único motivo de su compra.

Estaba claro. Me tenía que deshacer de él. Lo intenté con todos mis amigos y alguno de mis conocidos, pero no hubo manera. Los que no eran de mi opinión hacia la raza canina, ya tenían uno, o les daba mucha pena tener encerrado un animal en casa, o no tenían sitio, o su pareja les tenía alergia...en fin, la colección de excusas era ciertamente extensa. Además, no podía sino darles la razón. No quería que la solución se prolongara.

Esperé hasta mediados de Agosto, cuando me resultó evidente que ella no volvería por el parque. Nadie quería al bicho. Lo metí en el coche, con la intención de librarme de él.

Conduje fuera de la ciudad, hacia un pequeño río que solía visitar con mis padres cuando era pequeño. En el camino encontré unos pescadores, que miraron hacia el coche con desgana. Aparqué un par de kilómetros más arriba, cerca de una vieja caseta que siempre había estado igual de destartalada. El bicho estaba contentísimo, porque nunca había estado en el campo. Abrí el maletero y saqué un trozo de cuerda. Llegamos a la orilla. Busqué una piedra de buenas dimensiones, que yo pudiese mover, pero que fuese demasiado pesada para el perro. Encontré una adecuada y le até la cuerda. Tenía que asegurarme que quedaba bien sujeta. Nunca he sido un experto en nudos. Tardé cerca de media hora y malogré más de la mitad de la cuerda, antes de estar satisfecho con mi trabajo. Anudé el extremo que quedaba libre a la correa del bicho. Levanté la piedra. Casi me hernio. Había calculado mal el peso, pero conseguí moverme con la enorme roca aferrada con las dos manos, apoyada en el pecho, a pesar de los tirones del bicho, que pensaba que todo era un gran juego.

Avancé por la orilla unos quince metros, hasta una poza que me pareció lo bastante profunda. Me introduje en el río tratando de vadearlo hasta la piscina. Estuve a punto de resbalar tres veces, pero, milagrosamente, mantuve el equilibrio. Tenía los riñones doblados y los brazos me temblaban. Además, el pedrusco se me estaba clavando en el pecho, haciéndome polvo. Pero conseguí llegar a mi objetivo. Observé por última vez al chucho, que me miraba moviendo el rabo expectante. Estúpido hasta el final.

Lancé la roca todo lo lejos que pude (medio metro más o menos) y se hundió con un sonoro chof en el agua. O, al menos, comenzó a hundirse. Había calculado mal la profundidad y sólo la mitad del pedrolo acabó sumergido. El chucho comenzó a ladrar divertido, alrededor de la piedra parcialmente en remojo. Con un leve tirón, rompió la cuerda y vino hacia mí saltando en el agua.

Yo no había tenido tanta suerte. La camisa se me había roto en el pecho, justo en el lugar que la roca se me había estado clavando. Además, en el lanzamiento, me hice sendas rozaduras en los antebrazos, por no hablar del tirón en mi bíceps derecho. Derrotado volví a la orilla, no sin antes resbalar y clavarme una piedra, afilada como un cuchillo, en el culo.

Lo peor era como me miraba el bicho.

Pero los Montoya no aceptamos la derrota fácilmente. Rebusqué en el coche, pero no encontré nada que me pudiese servir. Volví entonces mis ojos hacia la caseta. Quizás hubiese algo.

Con todo mi esfuerzo y un considerable dolor de brazo conseguí abrir la puerta. Estaba todo lleno de polvo y de telarañas. Un tubo de metal recorría el habitáculo de lado a lado a la altura de mi cabeza, como comprobé al golpearme con él. Aparte de eso, había un montón de porquería del que rescaté el teclado de un ordenador (¿cómo habría llegado hasta allí?) y una vieja pala con el mango partido por la mitad.

Estuve pensando unos instantes, hasta que se me ocurrió otra idea. Sopesé el tubo, para comprobar que aguantaría el peso del bicho y me dirigí al río para recuperar la cuerda. Sólo conseguí rescatar unos veinte centímetros, del todo insuficientes. Entonces pensé en el teclado de ordenador. El cable era lo bastante largo.

Anudé el cable alrededor del cuello del animal y lo colgué del tubo. Esta vez sí había calculado la flexibilidad del cable. El chucho no alcanzaba el suelo. Sin embargo, su reacción no fue como la de los ahorcados en las películas. Su respiración se volvió más ronca y pesada, pero el bicho seguía tan contento, balanceándose y moviendo el rabo. Esperé media hora, pero no se produjo ningún cambio importante: sólo dejó de mover el rabo y comenzó a lloriquear, lo que me alteró aún más. Cogí la pala e, ignorando el dolor en mi brazo, empecé a golpearlo con todas mis fuerzas. Cada golpe que le propinaba era un sufrimiento para mi maltrecha extremidad. Lo tuve que dejar cuando fue evidente que yo era el que estaba saliendo peor parado.

Al descolgarlo noté que el bicho no estaba en su mejor momento, pero no parecía a las puertas de la muerte, como debía. Volví al coche y busqué en el maletero, a ver si daba con alguna herramienta que me pudiera ser útil. Sólo encontré unos alicates, pero eran demasiado pequeños. Quizás le hubiera podido cortar las orejas y, con mucho esfuerzo, el rabo, nada letal. Dirigí mi vista de nuevo a la caseta, donde descansaba la pala que había utilizado a modo de bate. Decidí cambiar de táctica.

El bicho tenía aún anudado el cable del ordenador. Aunque sabía que no serviría para el objetivo final, volví a izarlo y lo colgué en el mismo sitio que antes. Por lo menos no descansaría. Después, cogí lo que quedaba de la pala y me acerqué a la orilla, donde la tierra estaba más blanda.

Tardé más de una hora en cavar el agujero. El dolor que sentía en el brazo me impedía casi moverlo, pero mi firme determinación me permitió ignorarlo. Acabada la tumba, regresé a la caseta y bajé al bicho, que parecía ciertamente cansado. Lo arrastré hasta la orilla y lo metí en el agujero. Con mis últimas fuerzas empecé a cubrirlo de arena. El bicho me miraba extrañado, pero no parecía demasiado inquieto. Pobre animal idiota. Cuando acabé de taparlo me senté para saborear mi victoria. La euforia estaba bastante diluida, probablemente porque estaba machacado, pero me sentía feliz, había cumplido mi misión con éxito. O eso creía.

Al cabo de un par de minutos un pequeño agujero apareció en el centro de mi obra. Poco a poco, el bicho empezó a emerger. Primero una pata, luego la otra, después la cabeza...y lo peor, como siempre, era su maldita mirada. No me observaba con odio, no. El muy necio me observaba como un niño que se ha cansado de jugar, que te agradece tus esfuerzos, pero que quiere irse a la cama. Estaba anocheciendo y parecía que estaba todo perdido. Entonces su expresión me recordó esos anuncios de la tele, siempre tan educativos: Él nunca lo haría. Me reí ante lo simple de la idea. Él nunca lo haría, él nunca lo haría, pero yo sí. Me monté en el coche, arranqué y me fui, viendo como el bicho me miraba alejarme sin dejar de mover el rabo.

En casa gasté el bote de betadine, limpiando mis múltiples heridas. Después me di una ducha sin usar jabón, ya que me escocía todo el cuerpo. Me senté en el salón, dispuesto a ver la tele. Pero no la encendí. Un delicioso silencio inundaba mi piso, una paz ya olvidada. Me sentí tan bien y estaba tan cansado que me dormí en unos minutos.

Me despertó el timbre de la puerta. Un hombre con traje de pescador me esperaba al otro lado. Tenía una sonrisa de oreja a oreja el muy cabrón. Seguro que no me acordaba de él, pero él sí me había reconocido esta mañana cuando pasé con el coche, el hijo del Antonio, cómo se iba a olvidar con lo que habían pasado mi padre y él juntos, con las veces que habían ido a pescar y cazar, pues le llamó para pedirle mi dirección porque había encontrado algo que yo había perdido en el río, y aquí estamos. El bicho estaba a su lado. Moviendo el rabo.

-No hace falta que me des las gracias.

No se las di.

Inducido por el plan que había estado más cerca del éxito, me convencí de que no necesitaba nada sofisticado ni rebuscado para librarme del bicho. La clave estaba en la simplicidad. Había que desechar complicadas elucubraciones y dejarse llevar por la sencillez. Tenía que haber alguna forma natural de eliminar al bicho, sin provocarme tantos dolores de cuerpo y cabeza. La respuesta me llegó en forma de gloriosa inspiración. ¿Cómo no lo había pensado antes?

¿Qué se hace cuando no se quiere a un perro? Pues se lleva a la perrera. Es cierto que me enfrentaría a las típicas miradas cargadas de censura y reproche, diciéndome, sin hablar, que era un egoísta por irme de vacaciones sin el perro y que lo debería haber pensado antes de comprarlo. Para que negarlo, prefería esas miradas a las del bicho el día anterior, cada vez que fallaba en mis intentos por acabar nuestra relación de forma definitiva.

Me desperté temprano. Me dolía todo el cuerpo, aunque las heridas no tenían mala pinta. Me duché, me vestí, desayuné y bajé a la calle con el bicho. El capullo se debía sospechar algo porque no quería moverse. Empecé a arrastrarlo con la correa, pero tuve que parar porque el collar estaba a punto de salírsele del cuello. Me agaché para tratar de hacer que despegase el culo del suelo, pero el bicho se negaba. Sólo conseguí que se tumbara. Intenté alzarlo en vilo, pero el brazo me dolía demasiado. Entonces escuché:

-Hola.

La habían dicho tímidamente, pero esa voz, esa voz sólo podía pertenecer a una persona. ¡No, a una persona no!, a un ángel. Me di la vuelta y me levanté. Allí estaba ella, sonriendo dubitativa.

-¿No le apetece ir de paseo?

-Es que le da miedo montar en el coche.

-¿Te lo llevas a algún sitio?

¿A la perrera?

-Sí, me lo llevo al campo. A un río que conozco -respondí atropelladamente.

-Qué bien -asintió un poco turbada-. ¿Ya le has puesto nombre?.

¿Nombre?,¡cielos!...inmundo, asqueroso, cochambre, mugre, fétido, infecto...

-Sí, se llama - Piensa, piensa, como llamar a una rata de estas...RATA. Inspiración divina-, se llama Chimo.

La sonrisa se borró de su rostro. Sus ojos me miraron de forma extraña.

¿Habré errado?

Pero no, había dicho las palabras mágicas, acababa de marcar el gol de mi vida, había sacado el arpegio perfecto, el punto exacto de sal, había encajado la última pieza del puzzle, coronado Alpe d’Huez, pisado la luna, entendido la dualidad onda-corpúsculo, plantado el pino perfecto, conseguido el último caramelo, el regalo del roscón. Por primera (y única) vez en mi vida, Dios había hablado por mi boca.

Ella me miró emocionada y con voz ligeramente acongojada me dijo:

-No sé que decir.

-No tienes que decir nada -aseguré quitándole importancia-. ¿Te apetece dar un paseo por el campo, con nosotros?

Pasé el mejor día de mi vida (que repetiría a diario en los sucesivos meses). Allí, en el río, a la vista de la fosa común, la casa del ahorcado y la roca del ahogado, disfrutamos de un día estupendo. Ella era maravillosa, no sólo por sus excelencias físicas: su sentido del humor, su inteligencia, su simpatía, su cuerpazo (¡Vaya, no lo he podido evitar!). Era un sueño, la mujer perfecta, hasta se le perdonaba su amor por los animales.

Aquella noche fue la primera que pasamos juntos. Nos compenetramos como si fuésemos amantes desde hacía años, pero con la pasión de la primera vez. Sí, aquella noche dimos una razón para la existencia de la palabra perfección. Vino a dormir todas las noches conmigo y, a las dos semanas, se trajo sus cosas.

Es curioso, llega el momento de relatar los momentos más felices de mi vida y siento pudor. No es vergüenza, no. De hecho, he contado numerosas cosas que, si no estuviera donde estoy, sí podrían avergonzarme. No, siento pudor hacia quien quiera que lea esto. No es que me preocupe demasiado, pero tampoco quiero hacer que sus vidas sean más miserables de lo que son. No es que no quiera compartir mi felicidad. Lo que ocurre es que fui tan feliz que sólo despertaría envidias e incredulidad, y aunque en otras épocas de mi vida esto hubiese sido una razón más que suficiente para no escatimar detalle, ahora estoy más sosegado y comprendo que sólo unos pocos hemos tenido acceso a algo tan maravilloso, y ya somos bastante privilegiados, como para, encima, andarnos pavoneando. Sin embargo, algo tengo que contar para que se entienda todo lo ocurrido.

Al principio, todo fue bien. Bien cuando es sinónimo de perfecto. Como ya he dicho, su único fallo era su amor excesivo hacia el bicho (Chimo para ella), que la hacía mimarlo demasiado. Empezó a comer comida de verdad en lugar de los piensos que yo le daba, y conoció el cariño de una persona. Yo era tan feliz que no sentía la menor envidia. Tenía a mi chica y estaba dispuesto a compartir sus excentricidades.

Lo que más me costó fue prescindir de nuestra intimidad. Las primeras veces, cuando hacíamos el amor, lo hacíamos cerrando la puerta, pero el bicho se ponía realmente pesado con sus gimoteos. Yo ya estaba más que acostumbrado y no me suponían ningún problema, pero ella no podía soportar los sollozos del animal, así que empezamos a dejar la puerta abierta, para que nos dejase en paz. Lo único malo que tenía esto era que, cuando terminábamos, el chucho asqueroso se subía a la cama y compartía el sueño con nosotros. Pero, al cabo del tiempo, esto dejo de importarme porque uno se acostumbra a todo.

No sé como, pero con el paso de los meses nuestra felicidad se fue transformando en una rutina. La pasión se iba perdiendo y daba paso a la costumbre. Empezamos a discutir sobre cualquier tipo de tontería, sin importarnos el porqué, sólo nos movía el seguir discutiendo y ganar, al precio que fuese. Cómo se ve, nuestra relación había empezado su degeneración. Me costaba aceptarlo. Ella era la mujer perfecta, no entendía como nos podía pasar lo mismo que al resto de los mortales. Algo fallaba y me incliné por la suposición más evidente: ella estaba con otro.

No tenía ninguna pista clara, ni siquiera circunstancial. No se producían llamadas misteriosas y ella solía pasar su tiempo libre en casa, pero yo, día a día, me convencía de que había alguien más. Empecé a estar paranoico. Cada vez que salíamos a la calle, vigilaba sus miradas por si nos encontrábamos con el cerdo misterioso. Corté de raíz toda relación con personas externas, lo que hizo el ambiente aún más irrespirable. Muchas noches no podía aguantarlo, y bajaba al bar de la esquina. Eso sí, me sentaba al lado de la ventana para poder vigilar el portal, bebiendo copa tras copa.

Llegaron las vacaciones de Semana Santa y nos fuimos a la playa. Hablamos mucho más que discutimos y la cosa mejoró. Mi paranoia disminuyó algo, pero la historia no volvió a ser la de antes.

Como unas cuatro semanas después del regreso de las vacaciones, el jefe nos dio el día libre, ya que iba a tener un hijo. Volví a casa, dispuesto a pasar el día con ella. Siempre he sido muy sigiloso, demasiado sigiloso.

Abrí la puerta de casa y escuché los gemidos. Me quedé paralizado. Nunca la había oído así. Ni en nuestro momento cumbre de pasión, ella jadeaba de esa manera. Me quedé en la puerta, dudando entre salir huyendo como me sugería mi cerebro, o poner rostro al maldito hijo de puta que estaba borrando mi felicidad para siempre, como exigía mi corazón. Los jadeos proseguían, cada vez más altos. El tiempo pasaba y ellos seguían, cada segundo una humillación, cada suspiro un puñal, cada grito una muerte. Los minutos transcurrían y no acababan, mortificando mis recuerdos, lacerando mis hazañas, castigando mi hombría, convirtiéndome en un ser agonizante que no se podía agarrar a nada.

La cólera me fue llenando, ahogando los gritos de mi cerebro. Iba a ver a ese hijo de puta.

Silenciosamente, me deslicé hacia nuestra habitación. El volumen aumentaba, aunque ya no me importaba. La puerta estaba entornada. La abrí ligeramente. El recuerdo es claro, demasiado nítido. Ella está debajo, con una expresión de placer y triunfo desconocida para mí. Entre sus piernas está él llevándola a un lugar al que yo nunca me aproximé. Él es el bicho.

El resto se convierte en una serie de imágenes confusas, desordenadas. Me veo como en una película, desde fuera. Salgo del piso y voy a casa de mis padres. Cojo la escopeta de cazador del viejo y la cargo. Mi padre me saluda pero yo no le hablo. Me encojo de hombros y salgo a la calle. Sólo pienso en una cosa. Tienen que morir. La gente con la que me cruzo me mira horrorizada. Un policía trata de detenerme, pero le aparto de un empujón. Llego a la casa y no escucho nada. Han terminado. Llego a la habitación, ella sigue desnuda, él está a sus pies. Oigo el ruido del disparo. Luego las sirenas. Estoy en un coche de policía. Ellos están muertos.

No recuerdo cuando me trajeron aquí. Las enfermeras son muy amables. Llevo mucho tiempo, aunque voy a seguir aquí una temporada, según me dice el doctor. Él ha sido el que me ha dicho que me vendría bien escribir. Lo más curioso es lo que me cuenta para que me sienta bien. Me dice que mi mujer está muy bien, que está esperando el momento en que me den el alta. Además traen todos los domingos a una chica que se parece a ella. Como una excepción por mi buen comportamiento, le dejan venir con el perro.

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