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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

martes, septiembre 26, 2006

Vida Perra, el plan

Por como trataba a su chucho, era evidente su devoción por los perros. La idea iluminó mi mente como un relámpago enciende una noche tormentosa: me compraría un perro, un perro de verdad, no como el que tenía ella. El perro la atraería hacia mí como un imán al hierro.

La decisión fue difícil. Todos los perros me parecían repulsivos, con sus estúpidos ojos, sus asquerosos babeos y sus penosos movimientos de rabo. Eran absolutamente deleznables, pero tenía que hacerlo. Me compré un cachorro de pastor alemán porque me pareció algo más listo (ya que estaba dormido). Afortunadamente, me dieron una cesta para llevarlo. Sólo imaginarme tocándolo me repugnaba.

Cuando llegamos a casa, el perro se despertó. Su mirada era el reflejo de la idiotez absoluta. Una sensación de arrepentimiento me fue invadiendo, pero luché contra ella encerrándolo en el baño y subiendo la música de mi equipo para no escuchar sus lastimosos gimoteos.

Fueron días duros. Tenía que esperar dos semanas para sacarlo a la calle, para que no cogiese el “moquillo”, quince larguísimos días para comprobar si mi plan tenía éxito.

La primera mañana me desperté con la sensación de que olvidaba algo. La sensación se disipó instantáneamente en el momento que mis pies descalzos entraron en contacto con un charco de líquido templado. Paralizado por la impresión, tuve que soportar que el nauseabundo cachorro me empezara a chupar los pies moviendo el rabo. Todavía no sé como sobrevivió a la patada que le metí. Lo peor es que después del golpe, el bicho se arrastró hacia a mí lloriqueando patéticamente, como un condenado a muerte pidiendo clemencia. Me pregunté dónde estaba el orgullo de raza, que me habían vendido en la tienda de animales.

El segundo día debí olvidar cerrar la puerta del baño. Cuando volví del trabajo, me encontré varios charcos distribuidos por el pasillo, con algunos residuos sólidos a modo de islas de inmundicia. El espectáculo del salón era aún peor: trozos de papel inundaban caóticamente el suelo. Se trataban de los restos de mi edición de bolsillo de El Retorno del Rey. En mi sofá, llenándolo de pelos, se encontraba el culpable de tan atroz crimen, moviendo el rabo, como si un católico de los de misa diaria se encontrara en presencia de su dios misericordioso. Me fui a la cocina y cogí la escoba, blandiéndola como el heredero de Isildur lo hizo con la espada que estuvo rota, en busca de venganza. Lo corrí a escobazos hasta el baño y, de nuevo, tuve que poner mi equipo a tope de volumen, para no escuchar sus miserables sollozos de plañidera.

Durante los siguientes dos días hubo una especie de tregua, posiblemente motivada por el celo que puse en no cometer ningún descuido, minimizando las posibilidades de error por parte del chucho. Me confié, situación que el molesto animalejo aprovechó de inmediato. Era domingo por la noche, el momento que dedico semanalmente para prepararme los menús de los siguientes siete días. El viernes había decidido regalarme un capricho, y me había comprado unos filetes de solomillo, para hacer a la pimienta, siguiendo la receta del gran Karlos Arguiñano, cocinero e ideólogo de masas (sólo comparable en este aspecto con el inefable Ramón Trecet). Tras cerca de dos horas metido en la cocina, elaborando mi condumio semanal, me volví hacia mis filetes, dispuesto a seguir las santas palabras del hombre del gorro blanco. Estaba sazonando la carne, cuando sonó el teléfono. Estaba tan concentrado en mis guisos que hasta había conseguido olvidarla por un rato. La sorpresa del tintineo del aparato me descolocó, haciéndome cometer dos terribles errores: abrir la puerta y descolgar el auricular.

Era un antiguo amigo que estaba preocupado porque no me había visto en los últimos tiempos. Recurrí a la vieja excusa del exceso de trabajo, con la que conseguí su más sincera compresión (“qué me vas a contar”), su incondicional apoyo (“es que nos tienen explotados”) y su firme adhesión (“deberíamos mandarlos a tomar por culo”). Yo asentí a sus razonamientos con ligero aburrimiento y tuve que soportar la crónica de lo acontecido en nuestro grupo de amistades con estoicismo y resignación, ya que el relato me resultaba tedioso y soporífero (nos llevan pasando las mismas cosas durante más de seis años). Mi amigo, sin embargo, parecía apasionado con su narración y no escatimaba detalle, comentándome todos los pormenores de las rutinarias situaciones por las que habían discurrido últimamente. Saqué mi batería de “no fastidies”, “¿en serio?, “estás de coña” y de risas sorprendidas para no defraudar a mi compañero, aunque todo lo que me contaba me parecía de otro mundo, de otro mundo inferior y estúpido, como si mis colegas se entretuvieran en banalidades indignas de mi tiempo e inteligencia. Me estaba preguntando por mí, cuando escuché la explosión en la cocina.

A pesar de la sorpresa, debo reconocer que me sentí aliviado por la brusca interrupción que me permitiría colgar a mi amigo sin responderle a sus preguntas. No pasaba por mi cabeza hablarle de ella, ya que eso la pondría a la patética altura de mi círculo de amistades, una herejía indigna de una diosa de su calibre. Por otro lado, si le hablaba del trabajo me vería en una situación pantanosa, ya que si había algo que me pudiese aburrir más que lo que les pasaba a mis amigos, era mi situación laboral, y mi amigo, inducido por mis palabras, suponía que me encontraba en un momento de gran movimiento en la empresa. Por eso, el ruido me asistió para colgarle sin resultar borde en absoluto, ya que él también había podido distinguirlo por el teléfono. Me hizo prometerle que le llamaría en unos minutos y colgué, conectando el contestador con una funesta sensación de catástrofe en mi cabeza.

Llegué a la cocina. El espectáculo era dantesco. Restos de comidas, platos y cristales rotos formaban una nueva alfombra que cubría todo el suelo de la habitación. Una silla había caído, como engullida por la marea de alimentos y útiles de cocina que bullían por encima de las baldosas. Los armarios parecían sangrar a borbotones, ya que el gazpacho, que acababa de hacer, los había salpicado generosamente. Algunos trozos de carne y pescado se habían pegado a las paredes, rompiendo su geométrica verticalidad y transformándolas en escarpados barrancos de exóticos colores. Las bandejas de la nevera habían caído sobre el océano de vituallas y flotaban como balsas de metal sobre el caos reinante.

Reconozco que, por una vez, me vi gratamente impresionado. Era asombroso que un ser tan pequeño fuese capaz de formar aquel desastre en tan poco tiempo. Pero mi admiración se desintegró en el momento en que lo detecté, encima de la mesa, devorando mis solomillos. De un manotazo, lo lancé lejos de los restos de los filetes. El bicho aterrizó entre un maremagnum de cubiertos y cristales, pero no se hizo ni un rasguño (hay que reconocer que los hacen duros). Se levantó, resbalando en la comida, y se dirigió hacia el baño con las orejas gachas. En ese momento, no reconocí este minúsculo vestigio de inteligencia. Sentía una profunda ira. Decidí no esperar más: si el animal había sobrevivido a esos días en mi casa, podría sobrevivir a una salida por el parque. Además, sería estupendo que cogiese el moquillo, si lo hacía después de que yo, por fin, consiguiese romper el hielo con ella

11 Comments:

Anonymous Anónimo said...

[modo chat on] A ver, numerense, ¿quién va a ir a gritar "Muerte a Mastretta" el próximo viernes?

[dejo abierto el modo chat]

11:29 a. m.  
Blogger Ignatius said...

A ver, Araña, tengo entendido que el concierto es el 6 de octubre. Si hablamos de ese viernes, apúntome al grito atávico contra mastretta. Bajo este supuesto: ¿dónde se pillan las entradas?

Si el concierto es el viernes de esta semana, no sé si me puedo apuntar.

12:23 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

en tick tack ticket las he sacado yo esta mañana, si no en la fnac.

Yo he sacado 4, o sea que tengo 2 de sobra, por si alguien se queda sin.

1:03 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Y si, me refiero al viernes 6 de octubre

1:04 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

A mi aun mejor, incluso. Araña es un tio grande, grande.

Osea, que yo me apuntaba a las entradas tambien, con la joven tirita.

Si puede ser.

Malperson, pelota....

2:38 p. m.  
Blogger Wendyqueridaluzdemivida said...

Araña es un tío sensible y yo quiero ir al concierto.

2:50 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Habil, joven Malperson. Habil.

Pero no lo suficiente.

Ben Harper es el jueves, Josele el viernes. Y dado que con Ben Harper no puedo insultar a Mastreta por mucho que de un concierto como de Jack Johnson, que me lo temo muy mucho, necesitare imperiosamente insultar a Mastreta el viernes. Asin que voy, si o si.
Y se va a cagar el tarado ese.

3:33 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Que tienen que ver Mastreta y Jack Johnson? Nada. Pero alguien va a pagar por aquel concierto....
Y ese va a ser Mastreta, esta claro.

3:34 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Sois todos unos buitrecillos, aquí están las entradas(bueno aquí no que las he sacado por internet) pero en principio las reservo para quien se quede sin ellas al final de la semana que viene, a ver si alguno saca alguna por intenet también. O eso o quedar entre vosotros quien se las queda.

A mi no me lieis.

4:47 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Vamos a liarle.
A ver que pasa...

7:23 p. m.  
Blogger Ignatius said...

dios!!!!!!!!

El chat lleno de buitres!!!!!!!!

Otra vez!!!!!!!!!!!

Vuestra conducta me parece deleznable, bueno, menos la de araña, ese prohombre de la rectitud y la integridad...

7:57 p. m.  

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