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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

viernes, agosto 25, 2006

Instintos

La otra noche iba caminando tranquilamente por la calle López de Hoyos, cuando una tremenda fémina cruzó un semáforo y se puso a andar unos metros por delante de mí, contorneando su espectacular figura. Estaba sumido yo en mi habitual despiste, por lo que no pude observar su rostro, pero, rápidamente, quedé hipnotizado por los pendulares movimientos de sus estupendas caderas.

Frené mi desgarbado caminar un poco y me puse a contemplar el efímero espectáculo. Estas cosas son así. Cuando te cruzas con un pibón por la calle, sabes que la deleitosa visión no va a durar para siempre. Cualquier esquina, portal, establecimiento comercial, callejuela, coche, boca de metro, parada de autobús o cabina telefónica se convierte en enemigo potencial en el que ella se puede refugiar de tu admirada mirada.

Eso por no mencionar el enemigo principal: la arritmia andaril. Yo había frenado algo mis pasos, pero no lo suficiente como para no ir un poco más rápido que ella. A lo sumo tendría medio minuto para perderme en la maravilla de sus perfectos hombros, inigualable pedestal para su castaña melena, que se balanceaba a medio camino de sus incomparables glúteos, justo a la altura del sucinto top de cuero que cubría un doce por ciento de su voluptuoso cuerpo. La falda a juego invitaba a fantasear y sus esculturales piernas dejaban paso a la delicadeza de sus esquisitos tobillos.

Confieso que sentí la perentoria necesidad de completar el visionado de toda su figura, por lo que aceleré un poco, temeroso de que el siguiente paso de cebra la hiciese girar, exiliando para siempre a mi fantasia su rostro y sus senos.

Estaba ya prácticamente a su altura, cuando se confirmaron todos mis temores. Debo hacer un inciso para que la situación quede bien descrita: era de noche, pero había muchos viandantes paseando por la calle Lopez de Hoyos. Transitábamos por la zona ancha de la acera, por lo que, aún estando a su altura, nos separaban más de dos metros. Mi caminar era más veloz que el suyo, pero en absoluto se podría considerar rápido ni nervioso, y mi gesto fue tan sutil, que no pude ver más que la sombra de su nariz, perfilándose detrás de la cascada de su cabellera, antes de que ella girase bruscamente, negándome la percepción del frontal de su anatomía.

La decepción se hizo dueña de mí, cuando la adelantaba. Como la Luna, tenía una cara oculta. Tras un par de pasos hice un último y desesperado intento de ver su lado secreto: giré mi rostro hacia ella. Para mi sorpresa, ella había retomado la dirección por la que caminaba anteriormente. Así, pude verla al fin, pero su expresión ante mi gesto fue tan excesiva, que olvidé mi intención primigenia y me di la vuelta furibundo, aumentando mi ritmo y eliminando del disco duro de mi memoria la percepción de su cara.

No tengo ningún recuerdo de sus rasgos faciales, pero no puedo olvidar (y me sigue molestando) la mirada que me regaló, cargada de desprecio y repugnancia. Y todo porque la había estado mirando durante menos de medio minuto y luego había girado mi rostro para completar el mapa de su aspecto físico.

¿Qué lo voy a hacer? Me gusta mirar a las chicas, me gusta ver sus escotes, me encantan las tetas y los culos y disfruto observándolos. Me deleito, como ante un paisaje apabullante o un cuadro genial (a lo mejor un poco más). Es cierto que puedo desviar mi mirada de un escote kilométrico, de unos labios magnéticos o de un culo tremendo. Pero confieso que va en contra de mi instinto.

Quizás ella, malinterpretándome, se sintió agredida, pero la mirada con que me fulminó no dejaba lugar a la especulación: fue un ataque directo que me tocó seriamente los cojones.

Supongo que ella tendrá también sus impulsos sexuales. No creo que resulte tan extraño disfrutar con la visión de una persona, exclusivamente desde el marco de la atracción física. De hecho, es un instinto de lo más natural (valga la redundancia).

Aunque, quién sabe, ella también pudo reaccionar instintivamente. No sé. El caso es que he estado reflexionando sobre los instintos, planteándome por qué se nos educa para que, en determinadas ocasiones, nos avergoncemos por el mero hecho de sentir algo que supera a nuestra razón. Conclusión: Si le molestó mi mirada, lo siento, pero es su problema.

Y es que los instintos, además de controlarlos, hay que saber disfrutarlos. Y, últimamente, os confieso que estoy gozando de uno de los impulsos básicos del ser humano: el instinto del cazador.

Además, he encontrado el paraíso terrenal para el regocijo de este instinto. Un lugar repleto de víctimas potenciales, de oportunidades de triunfo, de mercancia de primera, de deleite visual y animal, de una belleza que, aún siendo totalmente primitiva, me conmueve y emociona. Un sitio repleto de ofertas, a cada cual más suculenta y apetitosa. Un paraje libre de prejuicios, donde no tienes que avergonzarte de tus sentimientos: todos somos cazadores, tenemos el mismo objetivo y hay material más que de sobra. Además, con una sobreabundancia obscena.

Pero no todo es tan fácil. Hay que saber escoger. Hemos dejado las lanzas y las flechas. Ahora tenemos un arma mucho más poderosa: el dinero. Las víctimas sucumben a nuestro poder adquisitivo. No tienen nada que hacer. Es su trabajo. Y aquí, con el sueldo de un profesor, te encuentras ante terribles disyuntivas: un placer exótico y exquisito puede ser demasiado caro. Sí, lo puedes conseguir, pero a costa de quedarte a dos velas el resto del mes. Y ahí está el desafío del cazador: uno llega completamente hambriento. Pero no debe ser impulsivo. Hay que ser paciente, ver toda la mercancia, esperar una buena oportunidad que satisfaga nuestros instintos más bajos, no durante un instante, sino durante un periodo de tiempo prolongado. El placer y el gozo no sólo se hallan en lo exótico.

Finalmente eliges tu víctima y el sacerdote o la sacerdotisa te la preparan y acicalan como mejor te guste. Con una destreza que provoca tu admiración y tu asombro, la víctima se convierte en un muñeco en esas manos expertas que saben acondicionarla para el disfrute de cada cual.

Sí, es un lugar maravilloso. El Mercado de Ventas. ¡Qué ofertas, qué mercancias, qué profesionales! Lo tengo clarísimo. La próxima vez que quiera ligar con una chica no la invitaré al teatro, no la propondré visitar una exposición, no la llevaré a la ópera, ni al cine. Nada de paseos por el Retiro, ni de cañas en una terraza. No, a la próxima chica que me guste, me la llevaré a la compra. Y si le molesta que entre pescadería y pollería, frutería y carnicería, deslice fugazmente mi mirada por su deseado talle, será que me he equivocado de persona.

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