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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

jueves, julio 27, 2006

La de Dios (tercera parte)

(continuación de la continuación)

La siguiente vez que le vi fue saliendo de la cama. Me levanté a mear a media noche y me encontré en el mismo escenario que en la ocasión anterior. Ahí estaba Dios, con su pintilla de alfeñique, su traje desfasado de ejecutivo de los cincuenta, con sus coderas en la chaqueta y con su mirada censurante. Me contó que me había dejado el gas encendido y que me había asfixiado. Un despiste lo tiene cualquiera.

Fue en esa ocasión cuando me explicó que mi caso no era ninguna excepción y que, según los últimos estudios, los españoles moríamos una media de doce veces por vida, lo que nos situaba a la cabeza de la Unión Europea. Al principio me pareció un dato positivo, pero más adelante comprobé que estaba muy equivocado.

Hablamos un rato de todo, pero la verdad es que el Gran Señor no da para mucho, por lo que a los diez minutos repetí lo de “te lo suplico y eso”, para volver a mi vida.

-No, no, no -fue su respuesta.

-Pero si me has dicho que la media esta en doce muertes...

-Claro, y tu podrías llegar a muchas más.- Reconozco que su mirada me puso los pocos pelos de punta-. Pero esta vez vas a tener que hacer algo más...

En fin, resumiendo -insisto en que nuestras conversaciones nunca adquirieron demasiado nivel- me hizo ver que lo de suplicar era sólo la primera vez. Ahora me tocaba ponerme de rodillas. Me desperté en casa con un ligero dolor de cabeza.


Así empezaron una serie de muertes, a cada cual más estúpida, que hicieron que mi relación con Dios degenerara de manera preocupante: que si bésame los pies, que me hagas doce reverencias, que me des un masaje en la calva... Su sonrisa era una prueba evidente de que el tipo disfrutaba enormemente con esas cosas.

Con el pasar de las muertes, mi vida fue perdiendo interés. Me sentía como un preso, esperando el momento en que el carcelero viniera a darle su paliza correspondiente. Una y otra vez me decía que esta sería mi última vida. Que antes de volver a besar la calva o a sacar brillo de los zapatos del Hacedor o viceversa, renunciaría a la vida, lo que tampoco sería tan grave.

Los días se convirtieron en un simple esperar a ver que pasaba. No, ese camión no me ha atropellado, el perro no tenía la rabia, la puta no tenía el sida, el ascensor no se ha caído, la maquinilla no produce descarga, la televisión no me provoca sobredosis...Los segundos se hacían minutos, los minutos horas, las horas días, los días segundos y vuelta a empezar. Yo me limitaba a esperar el momento de mi muerte. No, de mi Muerte. La definitiva. Y, entonces, ella me llamó.

Ella era mi polvo fallido, mi fantasía, mi amor, mi esperanza. Y quería verme.

Por primera vez en mucho tiempo, me miré en el espejo. Es duro decirlo, pero estaba mucho peor que aquella mañana en la que empezó todo, infinitamente peor que la última vez que la había visto. Pero no me importaba. Me duché y me afeité. Fui descartando camisas hasta que encontré una lo suficientemente holgada, al lado de mi camisa tropical. Sin duda era una señal. Me la puse y me peiné. En fin, no era ningún sex-simbol, pero tampoco estaba tan mal.

Salí a la calle con la hora pegada -la labor de reconstrucción había llevado su tiempo- y me dirigí hacia la parada de autobús. Cincuenta metros antes de llegar escuché los frenos. Si no lo perdía llegaría a tiempo. Intenté emular mis viejos tiempos con un esprín lanzado, pero el bus se acercaba con gran celeridad. Apreté los dientes e intenté aumentar mi ritmo. El autobús llegó a mi altura. Estaba a sólo veinte metros y me pareció ver un señor en la parada. Con mis últimas fuerzas exprimí todos mis músculos cerrando los ojos. Mis oídos escucharon como el autobús paraba. Lo iba a coger. Abrí los ojos para comprobarlo. Una gran masa oscura se interponía en mi camino. Intenté esquivarla pero no pude.

De repente, me vi rodeado de algodón.

-¡No me jodas, tronco! -grité nada más ver a Dios.

-Vamos, vamos, no te enfades. Creí que te había enseñado algo de educación - replicó mansamente.

-No me vengas con esas, nadie se muere por chocarse con un árbol.

-No ha sido...

-Tronco, cuando me caí del puente sólo me rompí una pierna y tres costillas.

-A parte de las contusiones múltiples, pero...

-Las contusiones no matan a nadie, tío -volví a interrumpir.

-No han sido las contusiones -me respondió conciliadoramente-, tampoco el choque, ha sido tu corazón.

-Eres un cabronazo.- Estaba fuera de control.

-Vamos, hombre, no te enfades. - El tono era demasiado comprensivo-. Ya sabes que está en tu mano...-Dios sonrió como si recordara un viejo chiste-...está en tu mano volver.

Empecé a calmarme. Me había prometido que esta iba a ser mi verdadera muerte, pero siempre me lo podía pensar. Seguro que era por eso por lo que Dios se mostraba tan amable. El muy mamón estaba disfrutando por mi nueva renuncia a mis principios. Estaba a punto de mandarlo todo a la mierda, cuando recorde su sonrisa, su calor, su dulzura, su suavidad.

-Está bien -dije al fin-, ¿qué quieres que haga?

-Venga, no te pongas tan solemne, joder. Somos amigos, ¿no?.

Dios había dicho joder.

-Siempre me has gustado - prosiguió. Su sonrisa se volvió absolutamente repugnante-. Sí, desde la primera vez que viniste, con esa pinta. Tan ruda, pero tan sincera. Sí, lo reconozco, no he podido dejar de pensar en ti.

Dios se me acercó y empezó a acariciarme la espalda. Yo no sabía qué hacer.

-Seguro que se te ocurre algo -añadió bajándose la cremallera.

No podía estar pensando en eso.

-Estoy pensando en eso exactamente.

Me aparté de un empujón.

-Piénsalo -continuó calmadamente-, sé que vas a pasar un mal rato, pero merecerá la pena.

No lo iba a hacer.

-Entonces no la volverás a ver. Tantas veces que has pensado en ella... sólo te pido una...

Pensé en ella. Pensé en mi vida...qué cojones. Me acerqué a Dios.

-Eso está mejor.

Se la saque. Para ser Dios la tenía bastante pequeña. No dijo nada (incluso a Dios le acomplejan esas cosas). Empecé a meneársela. Afortunadamente la cosa no duró mucho.

-La próxima vez será más divertida -me dijo rozándose el culo.

Me lancé sobre él y me encontré agarrado a un árbol. El autobusero me estaba esparando.





(NO SE PIERSAN EL EPISODIO FINAL: LA DE DIOS (CUARTA PARTE))

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