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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

miércoles, julio 26, 2006

La de Dios (primera parte)

Bueno, compañeros, el ansiado día de las vacaciones de verdad se acerca por fin. Como últimamente ando un poco flojo de inspiración, he decidido regalaros un cuento de verano, para que el chat no se quede vacío estos quince días.

La publicación irá por entregas (que numeraré adecuadamente para que nadie se pierda).

Salud, república y a pasarlo bien...

Pd: las fotos son por putear, no tienen nada que ver con el cuento.




LA DE DIOS


“Dedicado a mí mismo, fallecido póstumamente en el momento preciso de acometer el instante final del proceso recién iniciado”.



Todo ocurrió una mañana. Una sucesión de acontecimientos aparentemente banales que me llevaron al descubrimiento más asombroso de mi vida y que, sospecho, me va a llevar directamente a la muerte.

Me levanté como siempre, un par de pedos estupendos, un crujir generalizado, dos conatos frustrados de estiramientos y un bostezo desencaja-mandíbulas. Me dirigí a la cocina después de la meadita reglamentaria y observé la esparraguera que me había dejado mi hermano. Su aspecto marchito me hizo recordar el resto de plantas, que debían seguir en el patio desde hacía un par de semanas, si nadie las había robado. Eché una mirada. El panorama era desolador.

Desanduve el camino hasta mi cuarto y cogí mi camisa tropical.

Qué le vamos a hacer. Cada uno tiene sus costumbres. Y esto va más allá. Es una norma moral: no riegues si no es con tu camisa tropical. Hacía mucho que no regaba, como comprobé al ver que mi camisa más hortera ya no se ajustaba como antes a mi delicada figura por dos motivos, bastante entrelazados, eso sí. El primero es que mi figura hace tiempo que ha dejado de ser delicada. De hecho -el segundo motivo- tengo un barrigón estilo globo sonda. Conseguí abrochar los dos botones de abajo y uno de arriba, pero, cuando dejé de meter barriga, desbordé los dos primeros. No me molesté en recogerlos. Volví a la cocina y me dispuse a coger la regadera.

A mitad del descenso oteé unos deliciosos bollitos rellenos de mermelada, que mi anterior ángulo me había impedido observar adecuadamente. Olvidé la regadera y me dirigí hacia el nuevo objetivo. Me los pimplé en dos segundos con escasos contratiempos: una mancha en la camisa y un eructo de los que hacen daño. Recordando mis deberes, me agaché, cogí la regadera, miré el roto a la altura del dedo gordo de mi calcetín derecho, me ajusté las sandalias y recuperé la postura inicial en menos de treintaidós segundos. Llené la regadera de agua y salí al patio.

Vaciaba la segunda sobre el moribundo tronco de Brasil cuando me di cuenta de que había un periódico detrás del cadáver del bonsai. La momentánea distracción hizo que me mojara parcialmente mis raídas bermudas moradas. Me dirigí hacia el diario. Del cerdo de mi vecino de arriba. Encima era un Marca. Pero eso no era lo peor. Me fijé en la fecha: Ocho de Agosto de 2000. AGOSTO DEL DOSMIL. No podía ser.

Dejé la regadera precipitadamente y volví a mi cuarto. Rebusqué en el cajón y comprobé que mi funesta intuición había sido cierta. Hay fechas que se te quedan grabadas: el 23 efe, el día de tu cumpleaños, el día de reyes, el día en que se dan vacaciones los del bar de enfrente y el día en que caducan tus condones: Agosto de dosmil. Cuatro condones caducados de una caja de seis. Todo un éxito. Dos pseudopolvos en tres años.

El recuerdo me asaltó de inmediato. Allí estaba yo, tras dos años sin comerme una rosca con esa chica estupenda, que no hizo ningún comentario sobre mi peluda barriga. Me dijo que no tenía ningún método preventivo y yo saqué el condón de la fe, que descansaba desde hacía ocho meses en mi cartera. Procedí a ponérmelo...es un decir. Seguí las instrucciones rigurosamente. O sea, abrí el envase por un extremo, cogí la parte central y me dispuse a desenrollarlo sobre mi pene. Pero el cabrón no se desenroscaba. Empecé a preocuparme, situación nefasta para mi dudosa erección, que dejó de ser dudosa en el preciso momento en que dejó de serlo, coincidiendo con el instante en el que mis nerviosos dedos desgarraban el supuesto cilindro de látex. La chica no se lo tomó mal y la chupaba de maravilla. Tras este bonito recuerdo, llegó el segundo, un poco más triste, si cabe. El proceso fue similar, aunque la tía era mucho menos estupenda en todos los aspectos. Vamos, que ni siquiera la chupaba.

Y, tras los recuerdos, llegó la iluminación. Cuatro condones sin usar, caducados, pero que no iban a ser desperdiciados en absoluto. Me iba a convertir en un maestro “ponecondone”. Fue tal mi excitación que ni siquiera me desnudé. Me bajé las bermudas hasta las rodillas y empecé a meneármela. Me empalmé con ayuda del recuerdo de mi primer polvo fallido y me dispuse a acometer la tarea en la que había fracasado en mis dos únicos intentos.

Todo ocurrió como las otras veces: ruptura lateral, coger por el centro para dejar un poco de aire, colocar sobre el miembro erecto y desenrolle imposible. Pero no pasaba nada: estaba solo y tenía otros tres condones. El segundo corrió la misma suerte, pero cuando lo iba a tirar me di cuenta de algo que podía ser importante. Invirtiendo la dirección del desenrollado, noté como el preservativo se deslizaba alegremente. Esa podía ser la clave.

Como todavía me quedaban otros dos, lo tiré y cogí el tercero, Realicé a la perfección los tres primeros pasos, comprobé la dirección del desenrollado y de repente el globito empezó a cubrir mi polla. Me sentí exultante, como cuando entregué mi último examen en la facultad: SOY UNA PUTA MÁQUINA, me dije sin acabar de creérmelo y decidí acabar de masturbarme en honor de mi estupenda chica. Estaba a punto de llegar al gran momento, cuando recordé el noventa y cuatro por ciento de las pajas que me había hecho pensando en la mujer en cuestión. Habían sido en la ducha. Esta no merecía menos.

Me detuve justo a tiempo y me dirigí al baño con ciertas dificultades provocadas por mis bermudas, que me impedían caminar cómodamente. Había oído que en la ducha los condones se salen fácilmente, pero no me arredré: era un profesional con los condones y lo iba a demostrar. Apenas empezó a correr el agua me metí en la ducha sin desvestirme ni descalzarme. Entonces pisé la pastilla de jabón y el techo cambió de sitio.


Continuará...

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