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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

martes, septiembre 12, 2006

Lo importante (I)

Aquella mañana me levanté con dolor de cabeza. Fui al baño a mear medio dormido y noté algo raro. Fijé mi vista en los baldosines, pero tenían el aspecto de siempre, la taza del water estaba en el mismo ángulo de todos los días, el nivel del agua era el habitual. Miré hacia la bombilla y parecía no haber cambiado. La bañera estaba en su sitio, con las manchas que iban creciendo con los meses, pero que de un día para otro no parecían sufrir ninguna alteración. El bote de gel estaba abierto, igual que el de champú. Nada fuera de lo normal. Pero, sin embargo, yo notaba que algo no era lo mismo.

Hice un nuevo repaso visual de los elementos ya citados, pero tampoco encontré nada extraordinario en esa ocasión. Me encontraba a media meada cuando la vi. Fue tal la impresión que se me cortó el chorro. Una sensación de incredulidad brotó de la base de mi columna vertebral y subió en forma de escalofrío hasta mi cabeza, despertando mis amodorradas neuronas. Mi cerebro envió un mensaje a mis alucinados ojos, un mensaje imperioso en el que se pedía la confirmación de lo visto. Mis órganos visuales, con obediencia militar, se entornaron para reducir el tamaño de la pupila y mejorar mi visión gracias a la difracción, y se fijaron en el objeto, por llamarlo de alguna manera, que me había ocasionado el ataque de ansiedad. La información viajó por el nervio óptico y llegó hasta mi centro neurálgico en milisegundos; la imagen se ha quedado grabada en mi recuerdo como una fotografía: ahí está mi raída camiseta de Pink Floyd, justo encima de mis gayumbos de florecitas. Mi mano derecha los roza casualmente, sujetando, como cada vez que procedo a desalojar la vejiga, mi cola. Entonces la veo: esa no es mi cola.

La sensación era muy extraña. Nunca he sido una persona excesivamente narcisista y si de algo no me enorgullezco especialmente es de mi pene. Para que negarlo, siempre me ha parecido un cilindro bastante vulgar, con el que he pasado buenos ratos, pero que también me ha ocasionado numerosos problemas.

Todo comenzó cuando empecé a ver películas porno. Para consolarme, me decía que los actores de estas cintas se encontraban especialmente dotados (no me refiero a artísticamente), muy por encima de la media habitual. Después, con la adolescencia llegó la hora de sacar la regla, tomar medidas y comparar resultados con los amigos. Aunque nunca lo confesé, estaba claro que el tamaño de mi miembro era el más reducido de mi grupo de amistades con diferencia. La confirmación definitiva llegó en la universidad, cuando me metí en el equipo de fútbol. Siempre recordaré el final del primer entrenamiento como uno de los momentos más duros de mi vida: ahí estábamos veintitantos chavales de mi edad, cansados y sudorosos después de dos horas corriendo, deseando llegar a la ducha para refrescarnos. Uno a uno se fueron quitando la ropa para mi escarnio y degradación: como el hombre que lleva semanas perdido por el desierto en busca de agua, dirigí mi mirada a la entrepierna de mis compañeros de equipo, intentando vislumbrar al menos un espejismo que me permitiese poder mantener la esperanza. Pero, al contrario que el sediento que se consuela con esas imágenes creadas por el calor de las arenas, yo no pude sino resignarme a la dura realidad: mi cola era realmente pequeña. Fingí haber olvidado la toalla en casa para no consumar del todo mi humillación y regresé, nunca mejor dicho, con el rabo entre las piernas.

Desde entonces apenas le presté atención a mi minga. Sentía rencor cada vez que la miraba y, a pesar de esos breves lapsos de placer onanista que me producía, no estaba dispuesto a perdonarle ese lamentable fallo allá donde, según nos han enseñado, más duele.

A pesar de eso, tenía bastante claro como era mi cola, de similar forma a como conoces tus manos o tus pies o tus orejas. Es algo inconsciente, quizás no sería capaz de dibujarlas, pero un mínimo cambio se detectaría de inmediato. Esto es lo que había ocurrido y, para que decir lo contrario, el cambio era todo menos mínimo.

Al principio no supe como reaccionar. Estuve un par de minutos medio agachado observando ese nuevo miembro que había usurpado el lugar de mi pequeña cola. La incredulidad no se disipaba, así que fui a buscar mis gafas. Los cristales, como las muletas a un cojo, ayudaron a mis ojos a convencer a mi cerebro de la realidad del cambio. Por más que la mirase, estaba claro que esa no era mi cola. Lo intenté mirando al espejo del baño, tratando de evitar una confrontación directa. Pero el reflejo era una prueba más de la metamorfosis de mi virilidad.

No pudiendo negar los hechos, pasé a una fase de indignación. ¿Dónde demonios estaba mi querida cola?, ¿cómo diablos se había producido el cambio?, ¿quién estaba implicado en el asunto?, ¿por qué me había sucedido a mí?, ¿a quién podía reclamar o, al menos, pedir explicaciones?, ¿qué iba a hacer yo con esa enormidad entre las piernas?. Y, entonces, reflexionando sobre mi última pregunta, empecé a aceptar la situación de una forma más fría y objetiva, sin deformar la realidad con mis sentimientos personales.

Tuve que recordar que nunca había tenido aprecio a mi antigua cola. No me gustaba ni su forma, ni su aspecto, ni su tamaño. Me obligué a pensar de manera lógica. No iba a empezar como en el funeral de una persona a la que detestaba en vida, a ensalzar virtudes que nunca existieron. No. No iba a ser un cínico. Mi vida había sido un infierno en diversos aspectos y todo era por culpa de mi cola: mi timidez, mi inseguridad, mi falta de capacidad para relacionarme con el sexo opuesto. No iba a ser yo quien llorase a ese minúsculo colgajo que durante años me estuvo atormentando, mirándome con rostro afligido intentando decirme que él no tenía la culpa. Por supuesto que tenía la culpa. La culpa de todo. Mi indignación se diluyó en la aceptación casi fanática: mi cola había pagado por sus pecados. No sé donde estaría ahora, pero su destierro era más que merecido. Al fin, por primera vez en mi vida, saboreé la palabra justicia entre mis labios.

Ya más tranquilo, finalicé de vaciar la vejiga, eso sí, sin quitarle la vista a mi nuevo miembro. ¿Cómo describirlo?. Lo lamento, pero sólo se me ocurre una palabra, acompañada de una ristra de sinónimos: grande, enorme, gigantesco, tremendo, descomunal...


Continuará

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Francamente, bien es sabido que el tamaño importa, Ignatius... pero como dijo aquel:
¿alguien ha ido alguna vez al urologo?

11:33 a. m.  
Blogger Ignatius said...

Pues porque me lo preguntas tú, querido método, pero que sepas que me parece que ese tipo de cuestiones sólo se le pueden ocurrir a un buitre...

7:32 p. m.  

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