Mismas reglas

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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

lunes, febrero 19, 2007

Pánico en el estadio: Historia de dos manchas

Queridos amigos, me quedan, contando mañana, oficialmente nueve días en mi flamante curro de pastor de adolescentes. El día 28 de febrero termina mi contrato y se abren dos opciones:

a) renovación con contrato indefinido.

b) boleto.

Teniendo en cuenta mis méritos docentes, mi relación con los chavales, mi implicación con el centro, los informes que han cursado sobre mi labor jefatura de estudios y dirección, y mi capacidad educacional sin parangón en esta tierra, la renovación debería ser cosa hecha. Pero, desgraciadamente, estos no son sino detalles sin importancia para el Barbas, el señor que tiene la última palabra (el malo malísimo).

Otras cosas se deben tener en cuenta a la hora de renovar a un profesor: la puntualidad, la longitud de sus cabellos, las camisas por dentro, la salud inquebrantable (o la enfermedad abnegada sin baja médica) y que no manchen.

Este curso he cubierto el expediente del Barbas con sólo una pequeña mácula: antes de navidades, a un alumno se le explotó un boli en el aula-taller del cole, lo que originó una molesta mancha en el suelo (y en mi expediente). Este pequeño borrón no me pareció demasiado grave, máxime teniendo en cuenta que no soy el único que frecuenta el aula y que no sabemos quién estaba allí cuando el boli se destintó. Pero hoy he cometido un error funesto.

Mañana hacemos la primera representación de Tócala otra vez, Han (buscar por abajo). Y para la misma necesitamos un ataúd negro.

Esta tarde nos hemos quedado después de clase para pintar el féretro. Lo hemos trasladado al aula-taller, hemos cubierto el suelo de cartones y periódicos, nos hemos armados con pintura en spray y hemos procedido al maquillaje de la caja mortuoria. A mitad de orgia pinturesca, el Barbas se ha asomado a la ventana del aula y con una sonrisa triunfal me ha dicho que espera no encontrar ni una mancha mañana.

Con cara de poker le he dicho que habíamos tomado todas las precauciones necesarias. Pero, cuando se ha ido, he descubierto que esta aseveración era falsa. Al retirar todos los métodos preventivos, hemos encontrado una línea de pintura negra que ha conseguido esquivarlos: una penosa huella de mi crimen, de más de un metro de eslora se dibujaba en el suelo del aula-taller.

Que no cunda el pánico, me he dicho acojonado del todo, mientras los chavales se descojonaban del asunto.

-Una fregona, deprisa.- Pero el agua no ha hecho nada.

-¿Tiene Jesusa amoniaco? -levemente intoxicados y, a pesar de la ayuda de Jesusa, la línea seguía en el suelo.

-AGUA-RAS, AL CHINO A POR AGUARRÁS.

Qué momento. Nunca pensé que me fuese a sentir tan feliz de diluir una mancha. Pero sigo acojonado. La sugestión me hacía ver el espectro de la mancha, a pesar de que mis alumnos insistían en que hacía un par de bidones del santo disolvente que la mancha se había ido. Aún ahora, si cierro los ojos, la macabra sonrisa negra me sigue atormentando.

Tengo miedo...

domingo, febrero 04, 2007

Regresión

Mi madre no se cansaba de recordar una anécdota que, según ella, definía una parte de mi carácter. Parece ser que cierto día, volviendo del colegio en nuestro flamante dos caballos amarillo, yo padecía un leve ataque de hambre. Siempre solícito, procedí a comunicárselo a mi hacedora, siguiendo un discurso parecido a este:

-Mamá, tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre.

A lo que ella, siempre paciente, replicó:

-Vale, cariño. Estamos en el coche y no he traído nada. En seguida llegamos a casa.

Mi respuesta no se hizo esperar:

-Tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre.

Contrarréplica:

-Ya te he oído, cariño. No me puedo inventar nada de comer. En cinco minutos te preparo la merienda.

-Tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre.

-He tenido un día complicado en el trabajo, Ignatius. Te he oído. Por favor, ten un poco de paciencia.

- Tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre.

-¿Quieres hacer el favor de callarte?

- Tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre.

-Como te vuelva a oír un sólo "tengo hambre" más te voy a cruzar la cara con la Zapatilla.

Lo que son las cosas del condicionamiento operante. Cuando mi madre mencionaba la Zapatilla, la historia se ponía dos puntos por encima de seria. Con resignación, mi mamá proseguía contando el sucedido.

Conseguí que te callaras, pero te situaste en la parte central del asiento trasero, de manera que te pudiera ver perfectamente desde el retrovisor del coche. Sin emitir un sonido seguiste moviendo la boca, repitiendo el mantra: "tengohambretengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambretengohambretengohambre tengohambretengohambre", de una manera aún más molesta y lapidaria, hasta que llegamos a casa. Subiste la escalera continuando tu tortura silenciosa y, al final, te quedaste sin merienda.


El otro día conseguí que un portero de discoteca me hiciera revivir tan simpático suceso, cuando nos amonestó por cantar con alegría y alborozo: "Nada de esto fue un error" del incomparable Coti. Al principio no dimos crédito a lo que nos decía el maromo. Habíamos pagado nuestras exorbitantes consumiciones y estábamos dentro del recinto, con la música a todo volumen.

La cara de mala hostia del armario, nos hizo ver que la reprimenda iba en serio. Me disponía a discutir con el interfecto, cuando tuve una regresión a mi más tierna infancia. Gesticulando en modo tocapelotasespoco, empecé a repasar la letra del himno cotiano, a centímetros del mastuerzo, sin que un nanobelio escapase de mi garganta.

Afortunadamente, el ceporro no había traído la Zapatilla.

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