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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

sábado, septiembre 30, 2006

Hoy un poco de entomología: las chinches

Los fines de semana y, en concreto, los sábados de resaca tienen la particularidad de hacerme sentir como el ser más salido de la creación. Creo hallarme sumido en la máxima excitación sexual que un macho de cualquier especie terrestre se puede permitir. Y, sin embargo, no es así.

Hace unos años, Bernard Werber publicó un estupendo libro absolutamente recomendable titulado:"Las hormigas" . El éxito fue sonado y rápidamente apareció una continuación ("El día de las hormigas"), más floja, pero con grandes momentos, como el que sigue. Os dejo con las chinches...

"De todas las formas de sexualidad animal, la de los chinches de las camas (Cimex lectularius) es la más asombrosa. Ninguna imaginación humana alcanza semejante perversión.

Primera particularidad: el priapismo. La chinche de las camas no para un instante de copular. Algunos individuos tienen más de doscientas relaciones al día.

Segunda particularidad: la homosexualidad y la bestialidad. A las chinches de las camas les cuesta distinguir a sus congéneres, y, entre estos congéneres, tienen más dificultad para reconocer a los machos de las hembras. El 50 % de sus relaciones son homosexuales, el 20% se producen con animales extraños, por último, el 30 % se efectúan con hembras.

Tercera particularidad: el pene perforador. Los chinches de las camas están equipados con un largo sexo de cuerno puntiagudo. Por medio de esa herramienta semejante a una jeringa, los machos perforan los caparazones e inyectan su semilla en cualquier parte, en la cabeza, el vientre, las patas, la espalda e incluso el corazón de su dama. La operación no afecta apenas a la salud de las hembras, pero, en tales condiciones, ¿cómo quedarse encinta? De ahí, la...

Cuarta particularidad: la virgen encinta. Desde el exterior, su vagina parece intacta y, sin embargo, ha recibido un golpe de pene en la espalda. ¿Cómo sobrevivirían entonces en la sangre los espermatozoides masculinos? De hecho, la mayoría serán destruidos por el sistema inmunitario, como vulgares microbios extraños. Para multiplicar las posibilidades de que un centenar de esos gametos masculinos lleguen a su destino, la cantidad de esperma que sueltan es fenomenal. A título de comparación, si los chinches machos estuvieran dotados de una estatura humana, soltarían treinta litros de esperma en cada eyaculación. De esa multitud, sólo un número pequeñísimo sobrevivirá. Escondidos en los rincones de las arterias, emboscados en las venas, esperarán su hora. La hembra pasa el inviemo invadida por esos inquilinos clandestinos. En primavera, guiados por el instinto, todos los espermatozoides de la cabeza, de las patas y del vientre se reúnen alrededor de los ovarios, los traspasan y se meten en ellos. La continuación del ciclo prosigue sin más problemas.


Quinta particularidad: las hembras de sexos múltiples. A fuerza de ser perforadas en cualquier parte por machos poco delicados, las chinches hembras se encuentran cubiertas de cicatrices que forman rajas oscuras rodeadas de una zona clara. ¡Igual que blancos! De este modo se puede saber con toda precisión cuántos acoplamientos ha conocido la hembra.

La Naturaleza ha alentado esas bribonadas engendrando extrañas adaptaciones. Generación tras generación, las mutaciones han desembocado en lo increíble. Las chinches crías han empezado a nacer provistas de manchas pardas, aureoladas de blanco, en la espalda. A cada mancha le corresponde un receptáculo, «sexo sucursal» directamente unido al sexo principal. Esta particularidad existe actualmente en todos los escalones de su desarrollo: ninguna cicatriz, varias cicatrices receptáculo en el nacimiento, verdaderas vaginas secundarias en la espalda.

Sexta particularidad: la autopuesta de cuernos. ¿Qué ocurre cuando un macho es perforado por otro macho? El esperma sobrevive y corre como tiene por costumbre hacia la región de los ovarios. Al no encontrarlos, estalla en los canales deferentes de su huésped y se mezcla a sus espermatozoides autóctonos. Resultado: cuando el macho pasivo perfora a una dama, le inyecta sus propios espermatozoides pero también los del macho con el que ha mantenido relaciones homosexuales.

Séptima particularidad: el hermafroditismo. La Naturaleza no termina de hacer experiencias extrañas sobre su cobaya sexual favorito. Los chinches machos también han mudado.

En África vive la chinche Afroximex constrictus, cuyos machos nacen con pequeñas vaginas secundarias en la espalda. Sin embargo, estos machos no son fecundos. Parece que están ahí a título decorativo o para alentar las relaciones homosexuales.

Octava particularidad: el sexo-cañón que dispara a distancia. Algunas especies de chinches tropicales, los antocórides escolopelianos, están dotados de ellos. El canal espermático forma un grueso tubo espeso, enrollado en espiral, en el que está comprimido el líquido seminal. El esperma es propulsado luego a gran velocidad por unos mústulos especiales que lo expulsan fuera del cuerpo. De este modo, cuando un macho divisa a alguna hembra a varios centímetros de él, apunta con su pene a los blancos-vagina situados en la espalda de la damisela. El chorro surca el aire. La potencia de esos tiros es tal que el esperma consigue traspasar el caparazón, más fino en esos puntos".

Releídas estas particularidades, me tranquilizo al respecto de mi salidez chínchica. Claro que, desde mi retorno vacacional, mi cama está invadida de chinches (el puto inquilino debió usar mi alcoba en mi ausencia (insisto con el desmentido (es lo que aconsejan mis abogados))) y empiezo a sospechar que sus picotazos (los de las chinches) son más cariñosos de lo que quisiera (o quisiese...).

viernes, septiembre 29, 2006

Vida Perra, el fin

No perdí la esperanza. Al fin y al cabo, habíamos pasado un rato maravilloso. Además, estaba el bicho. Tal y como había planeado, le había encantado. Sabía donde encontrarme. Día tras día, me dirigí hacia el banco de nuestro primer encuentro, cargado de esperanza e ilusión. Y, día tras día, me volvía sintiéndome el ser más miserable del planeta, recordando cada instante de nuestro paseo, cada detalle de nuestra conversación, cada gesto, cada palabra. Era injusto, pero lo entendía. A pesar de lo extraño que me resultaba, era evidente el aprecio que sentía hacia su rata. Volver al parque sólo la serviría para rememorar aquel maravilloso día para mí, horrible (supongo) para ella.

Mi relación con el bicho sufrió un nuevo cambio. El chucho dejó de cometer equivocaciones, lo que suponía un alivio. Pero era evidente el amor que sentía por mí; un amor que me resultaba grotesco debido a lo lejano que estaba de mis sentimientos hacia él. Debo reconocer que le tenía una cierta simpatía, como pieza de mi frustrada conquista, pero esa simpatía se veía cercada por el asco, la grima, la repugnancia y la aversión que me producía el verle. Además, no podía soportar su insuperable estupidez y no podía olvidar que su papel en el parque había sido precisamente el único motivo de su compra.

Estaba claro. Me tenía que deshacer de él. Lo intenté con todos mis amigos y alguno de mis conocidos, pero no hubo manera. Los que no eran de mi opinión hacia la raza canina, ya tenían uno, o les daba mucha pena tener encerrado un animal en casa, o no tenían sitio, o su pareja les tenía alergia...en fin, la colección de excusas era ciertamente extensa. Además, no podía sino darles la razón. No quería que la solución se prolongara.

Esperé hasta mediados de Agosto, cuando me resultó evidente que ella no volvería por el parque. Nadie quería al bicho. Lo metí en el coche, con la intención de librarme de él.

Conduje fuera de la ciudad, hacia un pequeño río que solía visitar con mis padres cuando era pequeño. En el camino encontré unos pescadores, que miraron hacia el coche con desgana. Aparqué un par de kilómetros más arriba, cerca de una vieja caseta que siempre había estado igual de destartalada. El bicho estaba contentísimo, porque nunca había estado en el campo. Abrí el maletero y saqué un trozo de cuerda. Llegamos a la orilla. Busqué una piedra de buenas dimensiones, que yo pudiese mover, pero que fuese demasiado pesada para el perro. Encontré una adecuada y le até la cuerda. Tenía que asegurarme que quedaba bien sujeta. Nunca he sido un experto en nudos. Tardé cerca de media hora y malogré más de la mitad de la cuerda, antes de estar satisfecho con mi trabajo. Anudé el extremo que quedaba libre a la correa del bicho. Levanté la piedra. Casi me hernio. Había calculado mal el peso, pero conseguí moverme con la enorme roca aferrada con las dos manos, apoyada en el pecho, a pesar de los tirones del bicho, que pensaba que todo era un gran juego.

Avancé por la orilla unos quince metros, hasta una poza que me pareció lo bastante profunda. Me introduje en el río tratando de vadearlo hasta la piscina. Estuve a punto de resbalar tres veces, pero, milagrosamente, mantuve el equilibrio. Tenía los riñones doblados y los brazos me temblaban. Además, el pedrusco se me estaba clavando en el pecho, haciéndome polvo. Pero conseguí llegar a mi objetivo. Observé por última vez al chucho, que me miraba moviendo el rabo expectante. Estúpido hasta el final.

Lancé la roca todo lo lejos que pude (medio metro más o menos) y se hundió con un sonoro chof en el agua. O, al menos, comenzó a hundirse. Había calculado mal la profundidad y sólo la mitad del pedrolo acabó sumergido. El chucho comenzó a ladrar divertido, alrededor de la piedra parcialmente en remojo. Con un leve tirón, rompió la cuerda y vino hacia mí saltando en el agua.

Yo no había tenido tanta suerte. La camisa se me había roto en el pecho, justo en el lugar que la roca se me había estado clavando. Además, en el lanzamiento, me hice sendas rozaduras en los antebrazos, por no hablar del tirón en mi bíceps derecho. Derrotado volví a la orilla, no sin antes resbalar y clavarme una piedra, afilada como un cuchillo, en el culo.

Lo peor era como me miraba el bicho.

Pero los Montoya no aceptamos la derrota fácilmente. Rebusqué en el coche, pero no encontré nada que me pudiese servir. Volví entonces mis ojos hacia la caseta. Quizás hubiese algo.

Con todo mi esfuerzo y un considerable dolor de brazo conseguí abrir la puerta. Estaba todo lleno de polvo y de telarañas. Un tubo de metal recorría el habitáculo de lado a lado a la altura de mi cabeza, como comprobé al golpearme con él. Aparte de eso, había un montón de porquería del que rescaté el teclado de un ordenador (¿cómo habría llegado hasta allí?) y una vieja pala con el mango partido por la mitad.

Estuve pensando unos instantes, hasta que se me ocurrió otra idea. Sopesé el tubo, para comprobar que aguantaría el peso del bicho y me dirigí al río para recuperar la cuerda. Sólo conseguí rescatar unos veinte centímetros, del todo insuficientes. Entonces pensé en el teclado de ordenador. El cable era lo bastante largo.

Anudé el cable alrededor del cuello del animal y lo colgué del tubo. Esta vez sí había calculado la flexibilidad del cable. El chucho no alcanzaba el suelo. Sin embargo, su reacción no fue como la de los ahorcados en las películas. Su respiración se volvió más ronca y pesada, pero el bicho seguía tan contento, balanceándose y moviendo el rabo. Esperé media hora, pero no se produjo ningún cambio importante: sólo dejó de mover el rabo y comenzó a lloriquear, lo que me alteró aún más. Cogí la pala e, ignorando el dolor en mi brazo, empecé a golpearlo con todas mis fuerzas. Cada golpe que le propinaba era un sufrimiento para mi maltrecha extremidad. Lo tuve que dejar cuando fue evidente que yo era el que estaba saliendo peor parado.

Al descolgarlo noté que el bicho no estaba en su mejor momento, pero no parecía a las puertas de la muerte, como debía. Volví al coche y busqué en el maletero, a ver si daba con alguna herramienta que me pudiera ser útil. Sólo encontré unos alicates, pero eran demasiado pequeños. Quizás le hubiera podido cortar las orejas y, con mucho esfuerzo, el rabo, nada letal. Dirigí mi vista de nuevo a la caseta, donde descansaba la pala que había utilizado a modo de bate. Decidí cambiar de táctica.

El bicho tenía aún anudado el cable del ordenador. Aunque sabía que no serviría para el objetivo final, volví a izarlo y lo colgué en el mismo sitio que antes. Por lo menos no descansaría. Después, cogí lo que quedaba de la pala y me acerqué a la orilla, donde la tierra estaba más blanda.

Tardé más de una hora en cavar el agujero. El dolor que sentía en el brazo me impedía casi moverlo, pero mi firme determinación me permitió ignorarlo. Acabada la tumba, regresé a la caseta y bajé al bicho, que parecía ciertamente cansado. Lo arrastré hasta la orilla y lo metí en el agujero. Con mis últimas fuerzas empecé a cubrirlo de arena. El bicho me miraba extrañado, pero no parecía demasiado inquieto. Pobre animal idiota. Cuando acabé de taparlo me senté para saborear mi victoria. La euforia estaba bastante diluida, probablemente porque estaba machacado, pero me sentía feliz, había cumplido mi misión con éxito. O eso creía.

Al cabo de un par de minutos un pequeño agujero apareció en el centro de mi obra. Poco a poco, el bicho empezó a emerger. Primero una pata, luego la otra, después la cabeza...y lo peor, como siempre, era su maldita mirada. No me observaba con odio, no. El muy necio me observaba como un niño que se ha cansado de jugar, que te agradece tus esfuerzos, pero que quiere irse a la cama. Estaba anocheciendo y parecía que estaba todo perdido. Entonces su expresión me recordó esos anuncios de la tele, siempre tan educativos: Él nunca lo haría. Me reí ante lo simple de la idea. Él nunca lo haría, él nunca lo haría, pero yo sí. Me monté en el coche, arranqué y me fui, viendo como el bicho me miraba alejarme sin dejar de mover el rabo.

En casa gasté el bote de betadine, limpiando mis múltiples heridas. Después me di una ducha sin usar jabón, ya que me escocía todo el cuerpo. Me senté en el salón, dispuesto a ver la tele. Pero no la encendí. Un delicioso silencio inundaba mi piso, una paz ya olvidada. Me sentí tan bien y estaba tan cansado que me dormí en unos minutos.

Me despertó el timbre de la puerta. Un hombre con traje de pescador me esperaba al otro lado. Tenía una sonrisa de oreja a oreja el muy cabrón. Seguro que no me acordaba de él, pero él sí me había reconocido esta mañana cuando pasé con el coche, el hijo del Antonio, cómo se iba a olvidar con lo que habían pasado mi padre y él juntos, con las veces que habían ido a pescar y cazar, pues le llamó para pedirle mi dirección porque había encontrado algo que yo había perdido en el río, y aquí estamos. El bicho estaba a su lado. Moviendo el rabo.

-No hace falta que me des las gracias.

No se las di.

Inducido por el plan que había estado más cerca del éxito, me convencí de que no necesitaba nada sofisticado ni rebuscado para librarme del bicho. La clave estaba en la simplicidad. Había que desechar complicadas elucubraciones y dejarse llevar por la sencillez. Tenía que haber alguna forma natural de eliminar al bicho, sin provocarme tantos dolores de cuerpo y cabeza. La respuesta me llegó en forma de gloriosa inspiración. ¿Cómo no lo había pensado antes?

¿Qué se hace cuando no se quiere a un perro? Pues se lleva a la perrera. Es cierto que me enfrentaría a las típicas miradas cargadas de censura y reproche, diciéndome, sin hablar, que era un egoísta por irme de vacaciones sin el perro y que lo debería haber pensado antes de comprarlo. Para que negarlo, prefería esas miradas a las del bicho el día anterior, cada vez que fallaba en mis intentos por acabar nuestra relación de forma definitiva.

Me desperté temprano. Me dolía todo el cuerpo, aunque las heridas no tenían mala pinta. Me duché, me vestí, desayuné y bajé a la calle con el bicho. El capullo se debía sospechar algo porque no quería moverse. Empecé a arrastrarlo con la correa, pero tuve que parar porque el collar estaba a punto de salírsele del cuello. Me agaché para tratar de hacer que despegase el culo del suelo, pero el bicho se negaba. Sólo conseguí que se tumbara. Intenté alzarlo en vilo, pero el brazo me dolía demasiado. Entonces escuché:

-Hola.

La habían dicho tímidamente, pero esa voz, esa voz sólo podía pertenecer a una persona. ¡No, a una persona no!, a un ángel. Me di la vuelta y me levanté. Allí estaba ella, sonriendo dubitativa.

-¿No le apetece ir de paseo?

-Es que le da miedo montar en el coche.

-¿Te lo llevas a algún sitio?

¿A la perrera?

-Sí, me lo llevo al campo. A un río que conozco -respondí atropelladamente.

-Qué bien -asintió un poco turbada-. ¿Ya le has puesto nombre?.

¿Nombre?,¡cielos!...inmundo, asqueroso, cochambre, mugre, fétido, infecto...

-Sí, se llama - Piensa, piensa, como llamar a una rata de estas...RATA. Inspiración divina-, se llama Chimo.

La sonrisa se borró de su rostro. Sus ojos me miraron de forma extraña.

¿Habré errado?

Pero no, había dicho las palabras mágicas, acababa de marcar el gol de mi vida, había sacado el arpegio perfecto, el punto exacto de sal, había encajado la última pieza del puzzle, coronado Alpe d’Huez, pisado la luna, entendido la dualidad onda-corpúsculo, plantado el pino perfecto, conseguido el último caramelo, el regalo del roscón. Por primera (y única) vez en mi vida, Dios había hablado por mi boca.

Ella me miró emocionada y con voz ligeramente acongojada me dijo:

-No sé que decir.

-No tienes que decir nada -aseguré quitándole importancia-. ¿Te apetece dar un paseo por el campo, con nosotros?

Pasé el mejor día de mi vida (que repetiría a diario en los sucesivos meses). Allí, en el río, a la vista de la fosa común, la casa del ahorcado y la roca del ahogado, disfrutamos de un día estupendo. Ella era maravillosa, no sólo por sus excelencias físicas: su sentido del humor, su inteligencia, su simpatía, su cuerpazo (¡Vaya, no lo he podido evitar!). Era un sueño, la mujer perfecta, hasta se le perdonaba su amor por los animales.

Aquella noche fue la primera que pasamos juntos. Nos compenetramos como si fuésemos amantes desde hacía años, pero con la pasión de la primera vez. Sí, aquella noche dimos una razón para la existencia de la palabra perfección. Vino a dormir todas las noches conmigo y, a las dos semanas, se trajo sus cosas.

Es curioso, llega el momento de relatar los momentos más felices de mi vida y siento pudor. No es vergüenza, no. De hecho, he contado numerosas cosas que, si no estuviera donde estoy, sí podrían avergonzarme. No, siento pudor hacia quien quiera que lea esto. No es que me preocupe demasiado, pero tampoco quiero hacer que sus vidas sean más miserables de lo que son. No es que no quiera compartir mi felicidad. Lo que ocurre es que fui tan feliz que sólo despertaría envidias e incredulidad, y aunque en otras épocas de mi vida esto hubiese sido una razón más que suficiente para no escatimar detalle, ahora estoy más sosegado y comprendo que sólo unos pocos hemos tenido acceso a algo tan maravilloso, y ya somos bastante privilegiados, como para, encima, andarnos pavoneando. Sin embargo, algo tengo que contar para que se entienda todo lo ocurrido.

Al principio, todo fue bien. Bien cuando es sinónimo de perfecto. Como ya he dicho, su único fallo era su amor excesivo hacia el bicho (Chimo para ella), que la hacía mimarlo demasiado. Empezó a comer comida de verdad en lugar de los piensos que yo le daba, y conoció el cariño de una persona. Yo era tan feliz que no sentía la menor envidia. Tenía a mi chica y estaba dispuesto a compartir sus excentricidades.

Lo que más me costó fue prescindir de nuestra intimidad. Las primeras veces, cuando hacíamos el amor, lo hacíamos cerrando la puerta, pero el bicho se ponía realmente pesado con sus gimoteos. Yo ya estaba más que acostumbrado y no me suponían ningún problema, pero ella no podía soportar los sollozos del animal, así que empezamos a dejar la puerta abierta, para que nos dejase en paz. Lo único malo que tenía esto era que, cuando terminábamos, el chucho asqueroso se subía a la cama y compartía el sueño con nosotros. Pero, al cabo del tiempo, esto dejo de importarme porque uno se acostumbra a todo.

No sé como, pero con el paso de los meses nuestra felicidad se fue transformando en una rutina. La pasión se iba perdiendo y daba paso a la costumbre. Empezamos a discutir sobre cualquier tipo de tontería, sin importarnos el porqué, sólo nos movía el seguir discutiendo y ganar, al precio que fuese. Cómo se ve, nuestra relación había empezado su degeneración. Me costaba aceptarlo. Ella era la mujer perfecta, no entendía como nos podía pasar lo mismo que al resto de los mortales. Algo fallaba y me incliné por la suposición más evidente: ella estaba con otro.

No tenía ninguna pista clara, ni siquiera circunstancial. No se producían llamadas misteriosas y ella solía pasar su tiempo libre en casa, pero yo, día a día, me convencía de que había alguien más. Empecé a estar paranoico. Cada vez que salíamos a la calle, vigilaba sus miradas por si nos encontrábamos con el cerdo misterioso. Corté de raíz toda relación con personas externas, lo que hizo el ambiente aún más irrespirable. Muchas noches no podía aguantarlo, y bajaba al bar de la esquina. Eso sí, me sentaba al lado de la ventana para poder vigilar el portal, bebiendo copa tras copa.

Llegaron las vacaciones de Semana Santa y nos fuimos a la playa. Hablamos mucho más que discutimos y la cosa mejoró. Mi paranoia disminuyó algo, pero la historia no volvió a ser la de antes.

Como unas cuatro semanas después del regreso de las vacaciones, el jefe nos dio el día libre, ya que iba a tener un hijo. Volví a casa, dispuesto a pasar el día con ella. Siempre he sido muy sigiloso, demasiado sigiloso.

Abrí la puerta de casa y escuché los gemidos. Me quedé paralizado. Nunca la había oído así. Ni en nuestro momento cumbre de pasión, ella jadeaba de esa manera. Me quedé en la puerta, dudando entre salir huyendo como me sugería mi cerebro, o poner rostro al maldito hijo de puta que estaba borrando mi felicidad para siempre, como exigía mi corazón. Los jadeos proseguían, cada vez más altos. El tiempo pasaba y ellos seguían, cada segundo una humillación, cada suspiro un puñal, cada grito una muerte. Los minutos transcurrían y no acababan, mortificando mis recuerdos, lacerando mis hazañas, castigando mi hombría, convirtiéndome en un ser agonizante que no se podía agarrar a nada.

La cólera me fue llenando, ahogando los gritos de mi cerebro. Iba a ver a ese hijo de puta.

Silenciosamente, me deslicé hacia nuestra habitación. El volumen aumentaba, aunque ya no me importaba. La puerta estaba entornada. La abrí ligeramente. El recuerdo es claro, demasiado nítido. Ella está debajo, con una expresión de placer y triunfo desconocida para mí. Entre sus piernas está él llevándola a un lugar al que yo nunca me aproximé. Él es el bicho.

El resto se convierte en una serie de imágenes confusas, desordenadas. Me veo como en una película, desde fuera. Salgo del piso y voy a casa de mis padres. Cojo la escopeta de cazador del viejo y la cargo. Mi padre me saluda pero yo no le hablo. Me encojo de hombros y salgo a la calle. Sólo pienso en una cosa. Tienen que morir. La gente con la que me cruzo me mira horrorizada. Un policía trata de detenerme, pero le aparto de un empujón. Llego a la casa y no escucho nada. Han terminado. Llego a la habitación, ella sigue desnuda, él está a sus pies. Oigo el ruido del disparo. Luego las sirenas. Estoy en un coche de policía. Ellos están muertos.

No recuerdo cuando me trajeron aquí. Las enfermeras son muy amables. Llevo mucho tiempo, aunque voy a seguir aquí una temporada, según me dice el doctor. Él ha sido el que me ha dicho que me vendría bien escribir. Lo más curioso es lo que me cuenta para que me sienta bien. Me dice que mi mujer está muy bien, que está esperando el momento en que me den el alta. Además traen todos los domingos a una chica que se parece a ella. Como una excepción por mi buen comportamiento, le dejan venir con el perro.

miércoles, septiembre 27, 2006

Vida Perra, el amor

Hacía mucho calor. No era raro a principios de Julio. El parque estaba casi desierto. Llevaba más de una hora esperando, sentado en el banco que coronaba la cuesta que tenía el honor de recibir sus gráciles pasos a diario. Se estaba retrasando. Había cometido el error de ir media hora antes y, aunque había decidido cargarme de paciencia, no podía evitar mirar el reloj cada cinco minutos. Hacía más de media hora que debía haber pasado por allí. Se encendieron las alarmas. Sería un desastre que justo ese día fuera uno de los pocos en los que ella se ausentaba, pero ya se sabe como es Murphy, quizás tendría que esperar un día más de pifias perrunas. Pero podía ser peor. Estábamos en Julio, ella podía haberse ido de vacaciones. Imaginarme un mes aguantando al bicho era demasiado duro. Aunque, claro, podía darse la situación inversa, era un tipo de chica que no se suele ver por aquí (me pregunto si habrá algún sitio donde se suelan ver (lástima no creer en Dios y esas cosas...)), a lo peor había estado de vacaciones y ahora había vuelto a su ciudad o, aún peor, a su país. Me estaba poniendo frenético. A lo mejor no la volvía a ver...nunca. Miré el reloj. Habían pasado dos minutos desde la última vez. Intenté ser más positivo: hace mucho calor, cualquiera sale con el señor Lorenzo tan potente, casi no se puede respirar, esperará a que refresque, a menos que se haya ido para siempre.... Estaba insoportablemente dramático. Miré el reloj. Sólo un minuto. Todo iba muy mal.

Miré hacia abajo. Nada. Miré al bicho. Estaba más triste que de costumbre. No había movido el rabo cuando entré en el baño por la mañana, lo que suponía una agradable novedad. Ni siquiera le tuve que gritar para que no me lamiese los pies. Había estado bastante apático durante el día. Parecía que mi educación empezaba a notarse. Cuando salimos a la calle, se puso muy contento. Pero, tirando de la correa, me encargué de que se olvidase de la diversión. Ahora, estaba sentado a mis pies, con la lengua fuera. Al menos, él lo estaba pasando peor que yo. Sonreí ante la idea. Sí, ese felpudo con patas se debía estar cociendo. Yo iba en pantalón corto, pero él no podía quitarse sus millones de pelos, a menos que se los cortase, y yo no le iba a llevar a la peluquería...por lo menos hasta el invierno. Sonreí de nuevo. Miré el reloj. Habían pasado más de diez minutos.

Miré hacia abajo. Casi di un respingo. A mitad de cuesta, a menos de veinte metros, estaba ella con una camiseta de tirantes que realzaba su despampanante figura. Llevaba la boca apretada, quizás por el calor, lo que hacía que sus labios estuviesen más juntos, como dibujando un beso. Me sentí embriagado por su presencia, incapaz de creer en tanta belleza, deleitándome ante mi suerte y dando gracias por poder contemplarla otra vez. Estaba muy cerca de mí. Yo había olvidado mi plan, extasiado en la contemplación del ser más maravilloso jamás creado. Aflojé los músculos, recreándome en el regocijo de su aparición. El bicho lo notó. Como un resorte salió disparado hacia ella. Bueno, hacia la rata (cuanta estupidez para tan pocas patas). Ella miró al perro divertida. Y después, después...ME MIRÓ.

¡Qué felicidad!¡Qué sensación!. No tengo palabras. Sus ojos estaban clavados en los míos y me estaba sonriendo, A MÍ. Me quedé mudo, no podía reaccionar.

-¡Hola bonito!.-Qué voz tan prodigiosa. Se había agachado y le estaba acariciando.

Mi éxtasis se vio cortado de inmediato.¿Por qué a él? ¿Por qué a ese amasijo de pelos y babas? Yo no me habría atrevido ni a soñar que su mano podría rozarme, pero acariciar a ese ser inmundo. Le odié más que nunca. Sin embargo ella se estaba riendo y su risa era tan melodiosa, tan fresca, tan dulce, tan suave que me sentí dolorosamente feliz, a la vez que triste. Había llegado a la cumbre de mi vida. Estaba viviendo el mejor momento. El resto sería gris y oscuro a la sombra de este recuerdo. En fin, ni siquiera el perro podía enturbiar ese momento.

Entonces ella se incorporó y volvió a mirarme sin dejar de sonreír.

-¿Cómo se llama?.

¡ME ESTABA HABLANDO!¡ME ESTABA HABLANDO! Me miró un poco indecisa. Tenía que contestar.

-Qwwwehhhtrtg.

-Sí, ¿cómo se llama el perro?.

"¡Nombre!, extraño concepto, ¿bicho, chucho, ser inmundo, patetismo con patas, deleznable, repugnante, nauseabundo?"

-No tiene nombre -conseguí contestar. Ella me miró extrañada-, todavía -añadí a tiempo-. Lo estoy pensando, quiero encontrar un nombre que le haga justicia.

"¡Que le haga justicia! Seré gilipollas. No podía haber pensado nada más..."

-Me parece estupendo.

"¡Le parece estupendo!"

-¿Y el tuyo? -Soy un genio.

-Chimo.

"Chimo, vaya nombrecito. Pobre rata."

-Es muy bonito -mentí. Ella sonrió satisfecha.

-¿Te vienes a dar una vuelta?.

"Sí, sí, sí. Creo en Dios. Sí, sí, sí.¡YUPIII!."

-Bueno.

En fin, el resto se diluye en el recuerdo. Me cuesta describir tanta felicidad. Por unos instantes olvidé mi odio hacia el bicho, e incluso toqué su rata (era necesario). Paseamos durante cerca de media hora. Estuvimos hablando de un montón de cosas. Nunca había visto el parque tan bonito. Me sentía elevado, maravillado, encantado, embrujado. Verla a mi lado, respondiendo a mis preguntas, riendo mis bromas, sonriéndome sugerentemente. Cuanto gozo ver su imponente, a la par que delicada, figura. Qué delicia su sonrisa. Vaya placer su cálida voz...

Nos acercábamos al final del parque.

-¿Sueles pasear a Chimo por aquí?.- Había perdido todo el miedo. Ahora la confianza me guiaba.

-Sí, casi siempre vengo a esta hora o un poco más pronto.

"A mí me lo vas a decir".

-Pues podíamos quedar.-Por favor, por favor.

-Estaría muy bien.

"¿Muy Bien?...CAMPEONES, CAMPEONES, OEOEOEEE..."

Llegamos al semáforo. Tenía que pensar una despedida digna, algo que me permitiese insinuarme, sin ser demasiado claro, y que me sirviese para calibrar mis posibilidades.

Estaba devanándome los sesos cuando escuché el frenazo y, después, el golpe. Miré asustado pero afortunadamente, parecía que no habían atropellado a nadie. El coche estaba algo oblicuo, pero no había nadie en los alrededores. La miré para comentar el susto. Tenía la vista petrificada, en la dirección contraria al coche. Dirigí mi mirada hacia allí. Había un bulto en el suelo, a unos veinte metros. Parecía una rata. UNA RATA.

Ella se volvió hacia mí sollozando y me abrazó. Creí que mis piernas no iban a aguantar mi peso. Ni un orgasmo se podía comparar a esa sensación. El olor de su pelo. La delicadeza de su esbelta espalda. La suavidad de su piel. Quería gritar. Demostrar mi alegría. Sin embargo, algo en mi interior me hizo ver que no era del todo conveniente y conseguí controlarme. La sostuve entre mis brazos, mientras se iba tranquilizando.

Entonces pensé en la implicaciones del acontecimiento. Un coche había atropellado a la rata. La rata estaba muerta. Ella iba al parque porque llevaba a pasear a la rata. Yo me había comprado un chucho para atraerla. La había atraído, pero la rata ahora estaba muerta. Ella no iría al parque porque no tenía aspecto de ser del tipo de personas que disfrutan paseando una rata muerta. No la volvería a ver. Me comería a mi maldito perro. Necesitaba su teléfono. Necesitaba su teléfono. Necesitaba su teléfono.

-¿Por qué?¿Por qué? -era lo único que decía entre sollozos, con los ojos llenos de lágrimas.

A mí sólo se me ocurría una respuesta lógica y plausible: “¿me das tu teléfono?”, pero no encontraba el momento preciso, no veía entre que porqué introducirla, ya que la idea de colarla entre un por y el siguiente qué me resultaba obscena, teniendo en cuenta la situación. Ella seguía con sus porqués y yo volvía a estar bloqueado. Pero estábamos sentados en un banco, algo de lo que era incapaz de no disfrutar.

Al cabo de una hora, me miró. Yo intenté sonreírla compungidamente. El resultado fue una de esas muecas en las que estiras la nariz, aprietas los labios y asientes cadenciosamente. Me dio un beso en la mejilla y se levantó.

-Gracias.

"¡Me das tu teléfono".

-¿Quieres que te acompañe?.

-No, gracias.- Sonó demasiado rotundo. No era ni borde ni desconsiderado. Pero era tan rotundo que no dejaba lugar a la réplica. Asentí, repitiéndome la frase telefónica mientras se alejaba. Sé que debí haberla seguido, pero estaba tan bloqueado que ni se me ocurrió.

martes, septiembre 26, 2006

Vida Perra, el plan

Por como trataba a su chucho, era evidente su devoción por los perros. La idea iluminó mi mente como un relámpago enciende una noche tormentosa: me compraría un perro, un perro de verdad, no como el que tenía ella. El perro la atraería hacia mí como un imán al hierro.

La decisión fue difícil. Todos los perros me parecían repulsivos, con sus estúpidos ojos, sus asquerosos babeos y sus penosos movimientos de rabo. Eran absolutamente deleznables, pero tenía que hacerlo. Me compré un cachorro de pastor alemán porque me pareció algo más listo (ya que estaba dormido). Afortunadamente, me dieron una cesta para llevarlo. Sólo imaginarme tocándolo me repugnaba.

Cuando llegamos a casa, el perro se despertó. Su mirada era el reflejo de la idiotez absoluta. Una sensación de arrepentimiento me fue invadiendo, pero luché contra ella encerrándolo en el baño y subiendo la música de mi equipo para no escuchar sus lastimosos gimoteos.

Fueron días duros. Tenía que esperar dos semanas para sacarlo a la calle, para que no cogiese el “moquillo”, quince larguísimos días para comprobar si mi plan tenía éxito.

La primera mañana me desperté con la sensación de que olvidaba algo. La sensación se disipó instantáneamente en el momento que mis pies descalzos entraron en contacto con un charco de líquido templado. Paralizado por la impresión, tuve que soportar que el nauseabundo cachorro me empezara a chupar los pies moviendo el rabo. Todavía no sé como sobrevivió a la patada que le metí. Lo peor es que después del golpe, el bicho se arrastró hacia a mí lloriqueando patéticamente, como un condenado a muerte pidiendo clemencia. Me pregunté dónde estaba el orgullo de raza, que me habían vendido en la tienda de animales.

El segundo día debí olvidar cerrar la puerta del baño. Cuando volví del trabajo, me encontré varios charcos distribuidos por el pasillo, con algunos residuos sólidos a modo de islas de inmundicia. El espectáculo del salón era aún peor: trozos de papel inundaban caóticamente el suelo. Se trataban de los restos de mi edición de bolsillo de El Retorno del Rey. En mi sofá, llenándolo de pelos, se encontraba el culpable de tan atroz crimen, moviendo el rabo, como si un católico de los de misa diaria se encontrara en presencia de su dios misericordioso. Me fui a la cocina y cogí la escoba, blandiéndola como el heredero de Isildur lo hizo con la espada que estuvo rota, en busca de venganza. Lo corrí a escobazos hasta el baño y, de nuevo, tuve que poner mi equipo a tope de volumen, para no escuchar sus miserables sollozos de plañidera.

Durante los siguientes dos días hubo una especie de tregua, posiblemente motivada por el celo que puse en no cometer ningún descuido, minimizando las posibilidades de error por parte del chucho. Me confié, situación que el molesto animalejo aprovechó de inmediato. Era domingo por la noche, el momento que dedico semanalmente para prepararme los menús de los siguientes siete días. El viernes había decidido regalarme un capricho, y me había comprado unos filetes de solomillo, para hacer a la pimienta, siguiendo la receta del gran Karlos Arguiñano, cocinero e ideólogo de masas (sólo comparable en este aspecto con el inefable Ramón Trecet). Tras cerca de dos horas metido en la cocina, elaborando mi condumio semanal, me volví hacia mis filetes, dispuesto a seguir las santas palabras del hombre del gorro blanco. Estaba sazonando la carne, cuando sonó el teléfono. Estaba tan concentrado en mis guisos que hasta había conseguido olvidarla por un rato. La sorpresa del tintineo del aparato me descolocó, haciéndome cometer dos terribles errores: abrir la puerta y descolgar el auricular.

Era un antiguo amigo que estaba preocupado porque no me había visto en los últimos tiempos. Recurrí a la vieja excusa del exceso de trabajo, con la que conseguí su más sincera compresión (“qué me vas a contar”), su incondicional apoyo (“es que nos tienen explotados”) y su firme adhesión (“deberíamos mandarlos a tomar por culo”). Yo asentí a sus razonamientos con ligero aburrimiento y tuve que soportar la crónica de lo acontecido en nuestro grupo de amistades con estoicismo y resignación, ya que el relato me resultaba tedioso y soporífero (nos llevan pasando las mismas cosas durante más de seis años). Mi amigo, sin embargo, parecía apasionado con su narración y no escatimaba detalle, comentándome todos los pormenores de las rutinarias situaciones por las que habían discurrido últimamente. Saqué mi batería de “no fastidies”, “¿en serio?, “estás de coña” y de risas sorprendidas para no defraudar a mi compañero, aunque todo lo que me contaba me parecía de otro mundo, de otro mundo inferior y estúpido, como si mis colegas se entretuvieran en banalidades indignas de mi tiempo e inteligencia. Me estaba preguntando por mí, cuando escuché la explosión en la cocina.

A pesar de la sorpresa, debo reconocer que me sentí aliviado por la brusca interrupción que me permitiría colgar a mi amigo sin responderle a sus preguntas. No pasaba por mi cabeza hablarle de ella, ya que eso la pondría a la patética altura de mi círculo de amistades, una herejía indigna de una diosa de su calibre. Por otro lado, si le hablaba del trabajo me vería en una situación pantanosa, ya que si había algo que me pudiese aburrir más que lo que les pasaba a mis amigos, era mi situación laboral, y mi amigo, inducido por mis palabras, suponía que me encontraba en un momento de gran movimiento en la empresa. Por eso, el ruido me asistió para colgarle sin resultar borde en absoluto, ya que él también había podido distinguirlo por el teléfono. Me hizo prometerle que le llamaría en unos minutos y colgué, conectando el contestador con una funesta sensación de catástrofe en mi cabeza.

Llegué a la cocina. El espectáculo era dantesco. Restos de comidas, platos y cristales rotos formaban una nueva alfombra que cubría todo el suelo de la habitación. Una silla había caído, como engullida por la marea de alimentos y útiles de cocina que bullían por encima de las baldosas. Los armarios parecían sangrar a borbotones, ya que el gazpacho, que acababa de hacer, los había salpicado generosamente. Algunos trozos de carne y pescado se habían pegado a las paredes, rompiendo su geométrica verticalidad y transformándolas en escarpados barrancos de exóticos colores. Las bandejas de la nevera habían caído sobre el océano de vituallas y flotaban como balsas de metal sobre el caos reinante.

Reconozco que, por una vez, me vi gratamente impresionado. Era asombroso que un ser tan pequeño fuese capaz de formar aquel desastre en tan poco tiempo. Pero mi admiración se desintegró en el momento en que lo detecté, encima de la mesa, devorando mis solomillos. De un manotazo, lo lancé lejos de los restos de los filetes. El bicho aterrizó entre un maremagnum de cubiertos y cristales, pero no se hizo ni un rasguño (hay que reconocer que los hacen duros). Se levantó, resbalando en la comida, y se dirigió hacia el baño con las orejas gachas. En ese momento, no reconocí este minúsculo vestigio de inteligencia. Sentía una profunda ira. Decidí no esperar más: si el animal había sobrevivido a esos días en mi casa, podría sobrevivir a una salida por el parque. Además, sería estupendo que cogiese el moquillo, si lo hacía después de que yo, por fin, consiguiese romper el hielo con ella

Vida Perra, el comienzo

La conocí en el parque. Era una de esas chicas cuyas excelencias físicas te hacen pensar que está fuera de tu alcance, que no pertenece al mundo de los mortales, que está en un plano superior y que, simplemente, debes dar gracias porque se cruce en tu camino una vez en la vida. Teniendo en cuenta esto, mis gracias debían multiplicarse, ya que la solía ver casi a diario, cuando paseaba a su perro -un asqueroso perro-rata, cuya raza desconozco (de nombre)- por el parque.

Mis costumbres tuvieron que cambiar. Antes de verla por primera vez, apenas iba al parque, pero, desde aquel glorioso día, decidí que era el momento de reverdecer viejos laureles y volví a jugar al baloncesto para tener una excusa de visitar el parque todos lo días. En mis tiempos, no se me daba mal eso del básquet y llegué a ser un jugador decente. Pero mis tiempos habían pasado hacía rato, llevándose mi infalible tiro de tres y mi buena forma física. Las agujetas y los dolores de espalda me estaban matando, pero merecía la pena. Al volver a casa, me las apañaba para cruzarme con ella, con sus labios generosos, sus grandes ojos verdes y su melenita rizada, por no hablar del cuerpazo que gastaba, capaz de provocar urgencias veraniegas en pleno mes de Diciembre. Desgraciadamente, nos encontrábamos en el otro solsticio, lo que la hacía llevar unos modelitos absolutamente enfermantes.

Enfermante es la palabra. Supongo que eso es lo que me pasó. Algunos lo llamarían obsesión, quizás perturbación, los más románticos podrían hablar de enamoramiento y los más recalcitrantes de ofuscación. Pero yo, con la distancia que proporciona el tiempo, creo que la mejor definición es enfermedad.

La tenía que ver todos los días, y solía hacerlo gracias a su asqueroso ratón con raza de perro que paseaba puntualmente cada tarde. Aunque había algunas en las que faltaba a nuestra cita. Afortunadamente eran pocas, porque el día que no la veía, sentía que algo se rompía en mi interior.

Los días normales, dejaba el baloncesto a tiempo de recuperar el aliento y me dirigía al camino de tierra por el que ella ascendía habitualmente. La observaba allí abajo, cuando mis lentillas no me permitían distinguir con nitidez sus rasgos. Y, a medida que se aproximaba, sus facciones no sólo se acercaban a la expectativa, sino que la superaban ampliamente, situación que no es nada frecuente, como conoce cualquier miope que se precie. Durante semanas la observé en ese trayecto de cincuenta metros, que cada día me parecía más corto. No recuerdo que ella me mirase nunca.

No, no recuerdo que me mirase en aquellos tiempos. Sin embargo, sus ojos no escondían ningún misterio para mí. Bastaba con cerrar los míos para encontrarme con esa mirada que en la realidad nunca se daba.

Eran momentos de placer doloroso. Sus ojos tan claros en mi memoria, sus rasgos tan nítidos en mi recuerdo, su cuerpo tan cerca, pero, en realidad, tan lejos, inalcanzable.
Empecé a preocuparme cuando me di cuenta que llevaba diez días sin hablar con nadie. En mi contestador descansaban tres o cuatro mensajes que no había escuchado, llevaba varios días sin mirar el buzón y sólo me dejaba llevar pensando que por la tarde la vería acompañada por su estúpido roedor.

La enfermedad seguía creciendo y una urgente necesidad de hablar con ella fue llenando todos los recovecos de mi cuerpo. Imaginar su melodiosa voz y su brillante mirada enfocadas en mí me provocaba un placer ansioso, cargado de impotencia y necesidad.

¿Qué podía hacer? Lo intentaba todos los días. Al despertarme me decía que ese era mi día, que lo iba a hacer. Por la mañana me sentía osado y preparado, la tarea me parecía sencilla, casi un juego. Pero, con el paso de las horas, mi seguridad se iba diluyendo en un mar de dudas, el juego se convertía en pesadilla y la tarea se volvía irrealizable. Al llegar a la pequeña cuesta de tierra, sólo podía mirarla y observar como se alejaba, dejándome con una terrible desazón y un sabor de amarga derrota.

El tiempo transcurría con desesperante lentitud y el momento de su ascenso por la pendiente cada día se me hacía más breve. Tenía que hacerlo, tenía que hablar con ella. Pero, cada tarde, cuando llegaba el momento, el pánico me aferraba y no me soltaba hasta que sus cimbreante caderas se perdían entre los árboles, a la izquierda.

Entonces se me ocurrió. Mi mente enferma ideó un plan perfecto para conseguir mi ansiada conversación. Una idea cercana al delirio que cada día crecía en mi interior. Nublado, como un loco, trataba de encontrar algún error en mi perturbado razonamiento, pero nunca lo encontraba y mi cerebro aprovechaba para engordar su empresa, apremiando mi indecisión.

jueves, septiembre 21, 2006

Desmentido

El ideólogo malperson, siempre atento a la actualidad, me ha enviado la siguiente noticia, publicada en el Diario Vasco:

SAN SEBASTIÁN. DV. La Audiencia de Gipuzkoa ha absuelto al joven que fue juzgado el mes pasado por realizar una felación a un compañero de piso cuando éste se hallaba dormido. El ministerio fiscal imputó al inculpado un delito de abuso sexual y solicitó cuatro años de cárcel. La acusación particular que ejerció la víctima reclamó siete años.

Los hechos tuvieron lugar sobre las 7.30 horas del 19 diciembre de 2004 cuando el denunciante llegó en estado de embriaguez a su domicilio y se sentó en el sofá, desde donde envió un mensaje a través del móvil a una amiga para que acudiera a su casa. Seguidamente, y debido al alcohol ingerido, el joven se quedó adormilado. Según se indica en la sentencia, al cabo de un rato se personó en la vivienda el imputado, Brahin H.A., quien tras observar a su amigo apagó las luces de sala y le movió para que se fuera a la cama. En aquel momento, el joven que se hallaba dormido le agarró de la mano, por lo que el inculpado pensó que quería mantener con él una relación sexual. De esta forma, le desabrochó el cinturón, bajó ligeramente los pantalones, le subió la camiseta, le sacó el pene y comenzó a practicarle una felación.

Según la resolución judicial, el joven pensó primero que se trataba de un sueño, en el que se representaba que era la amiga a la que había llamado por teléfono quien le hacía la felación. Sin embargo, según transcurría el tiempo, el denunciante fue despertándose y pensó entrar en el juego sexual, para lo cual intentó primero echar mano a un seno y seguidamente al otro. Al notar el pecho plano de la pareja y darse cuenta de que el pelo de la cabeza era corto y rizado, el joven se incorporó y comprobó que quien le proporcionaba placer era el acusado y no su amiga. En aquel momento, el compañero de piso empujó a Brahin H.A., le recriminó por su comportamiento y le echó de casa.

Debido a estos hechos, el denunciante se fue a vivir a Barcelona y ha tenido un problema de disfunción eréctil por el que ha necesitado de tratamiento. Asimismo, sufre un trastorno con ansiedad y estado anímico deprimido.

La Audiencia, en su sentencia, señala que el inculpado, en el momento en que fue sujetado con la mano por su compañero de piso desde el sofá «pudo razonablemente considerar como una invitación al inicio de una interacción sexual», mientras que para su compañero tal relación «era efectivamente deseada, pero no con él, como Brahin pudo equivocadamente pensar», sino con la amiga. Este error de interpretación del agarrón de la mano que indujo al acusado a creer que su amigo deseba el contacto es el que lleva a la Audiencia a dictar una sentencia absolutoria.


Desde el foro quiero desmentir todo paralelismo entre esta información y la "vida en pareja" que perpetro con el puto inquilino. De hecho, la única muestra de cariño que he recibido de su parte en un larguísimo año de penosa convivencia fue un pisotón, sobre mi pie asandaliado, que me originó un cardenal y un posterior desprendimiento de la uña del dedo gordo de mi pie derecho. Para más inri, el pisotón fue involuntario, ya que el puto inquilino se hallaba sumido en uno de sus habituales estados de embriaguez comatosa.

martes, septiembre 19, 2006

Las siete diferencias (2ª parte)

Hoy un pasatiempo:

Proporcioname un ejercito digno de Mordor

sábado, septiembre 16, 2006

Ayayayahí

¿Qué ha sido de la guitarra y sus arpegios?

¿Qué de la distorsión y los punteos?

¿Y el slide y la pua?

¿Dónde están el porrón y la sardina, el trovador y sus mentiras?

¿Han pasado como el viento en las colinas, como la lluvia en las montañas?

¿O se esconden detrás de los violonchelos y los clarinetes?


No desesperéis, la primera percepción de los garabatos de Josele suponen una decepción, pero, repetido el mantra supraescripto, tras la tercera audición, ay-ay-ay-AHÍ empiezan a aparecer todos los detalles que llevábamos esperando tanto tiempo.

En cualquier caso, amigo Josele, ten cuidado. Soy un tío pausao, calmo. Lo seré mientras pueda. Discreto, avisao, trato de guardar las maneras. Pero no me puedo callar: estás haciendo una excursión por el abismo por culpa de tus malas amistades. Abandona al pesao de Mastretta y huye de violonchelos y mierdas.

Recuerda lo que tú mismo dijiste hace poco en la gira del ferpectamente: lo que más te gusta es el rockandroll. Nosotros te seguimos, pero a veces nos cuesta. Vuelve a casa, por favor.

He buscado garabatos sin éxito por la red, así que os dejo este pedazo de canción.


jueves, septiembre 14, 2006

Lo importante (III)

La fiesta no pudo discurrir de mejor forma: había un montón de chicas y un porcentaje muy alto eran de nuestro mutuo agrado. Me integré en un grupo en el que había dos amigos, sus novias, la novia de un tercero que estaba de viaje y dos chicas más. Ayudada por el alcohol y por mis sugerencias, la conversación fue subiendo de tono hasta que llegamos a mi terreno: empezamos a preguntar a las chicas que era lo importante a la hora de hacer el amor. Al principio se dijeron los tópicos de siempre: la persona adecuada, el cariño, la habilidad, la duración y, al fin, confesaron que el tamaño tampoco era desdeñable. En un alarde de modestia, mis dos amigos y, sobre todo, yo comenzamos a decir que estábamos apañados en ese caso, pero me llevé la palma al dar el argumento definitivo: yo jamás había tenido novia. Nos reímos mucho y nos pusimos a bailar haciendo el cabra. Al cabo de un rato, la música cambió adecuadamente y me vi bailando con la novia del amigo que no había venido a la fiesta. Estábamos bastante cocidos y nos dejamos llevar. Afortunadamente, el resto de la fiesta había seguido la misma senda etílica que nosotros, por lo que nadie notó nuestra melosidad (claramente manifiesta para cualquier persona objetiva (o sobria)).

Al cabo de una hora me dijo que si la acompañaba a casa. Era una chica preciosa, alta, morena, con el pelo largo. Su cuerpo era espectacular y el vestido que llevaba realzaba su figura de una manera que realmente me ponía enfermo. No podía haber mejor candidata para estrenarnos a los dos. Pero era la novia de un amigo. Yo siempre he sido muy respetuoso con esas cosas. Los amigos están para algo. Seguro que lo entendería.

En el camino nos besamos un número indeterminado de veces, pero mantuvimos nuestras manos pasivas, para aumentar la expectativa. Yo no creía en mi buena suerte. Al fin iba a hacerlo.

Entonces noté el pánico: ¿que ocurriría si durante la fiesta se había producido la temida metamorfosis?. Comencé a temblar por los nervios y me separé de ella. Ella no se lo tomó mal y pensó que lo hacía para dejarla conducir. Pero cuando llegamos a su casa yo no había pronunciado ni una palabra y ella parecía un poco mosqueada.

Salimos del coche y se acercó a mí. Yo me separé un poco y eso le sentó bastante mal, pero, cuando creía que lo había echado todo a perder, ella sonrió maliciosamente y me dijo:

-Así que era verdad.

-¿El qué? -balbuceé yo.

-Que eres virgen.

Vi el cielo abierto ante mis ojos. Parecía que la idea le gustaba, así que confesé totalmente. Ella me dijo que no me preocupase, que se encargaría de todo. Por lo menos había ganado tiempo y un motivo para mis nervios. Llegamos a su puerta y ella me llevó directamente a su cuarto. Yo traté de escabullirme al baño, pero no me dejó. Comenzó a desvestirme despacio, de una manera muy sensual, pero no lo pude apreciar: estaba aterrado. Mi miembro no daba señales de vida. Me dejó en calzoncillos y no pareció decepcionada al ver que no obtenía respuesta. Yo no me atrevía a mirarme. Una certeza se instaló en mi cabeza, el destino se reía de mí, estaba seguro de que mi antiguo colgajo había venido para acabar definitivamente conmigo.

Ella siguió sus movimientos, ajena al torbellino que había en mi cabeza, a mi terrible sufrimiento. Se fue desnudando lentamente: tenía el cuerpo perfecto, el cuerpo de mis sueños, el cuerpo de mi muerte. Una negra ira me fue invadiendo. Pero ella no se inmutaba:

-No te preocupes -dijo con una sonrisa pícara y un tono tremendamente comprensivo-, hemos bebido como cosacos, es normal que tardes en reaccionar.

Lentamente, dirigió sus manos hacia mis calzoncillos. Yo quería salir huyendo, quería gritarle que se detuviera, que dejase de atormentarme, pero estaba atenazado por el miedo. Como en una pesadilla sentí como mis gallumbos se deslizaban hacia abajo poco a poco. Intenté cerrar los ojos, pero no pude apartar mi vista de su cara.

Su expresión cambió de repente. Su sonrisa se congeló y desapareció cuando me vio desnudo. Estaba a punto de echarme a llorar. ¿Por qué el destino me había hecho esto?. ¿Por querer tirarme a la novia de un amigo?. Pero yo no quería, me vi forzado precisamente por la urgencia a perder lo que había resultado ser una siniestra broma. Vi a mi amigo, a mis compañeros del equipo de fútbol, a los actores de las películas porno, todos se reían de mí y reflejaban su mofa en la cara de decepción que ella estaba poniendo. Pero, entonces, ella dijo algo inesperado:

-¡Coño!.-Le salió del alma.

Dirigí mis ojos al lugar donde ella tenía clavada la mirada, y allí estaba él, más grande que nunca, majestuoso, superior, me sentí un dios del Olimpo y ella cambió su expresión rápidamente: ahora tenía una cara como la de un niño que ha conseguido el regalo con el que estaba soñando durante años, como la del glotón ante un plato de cocido, como la del pobre al que le toca la lotería.

Yo pensaba que habría preámbulos, pero se los saltó todos. Cogió un condón y fue a ponérmelo, pero el cilindro de látex no pudo con la presión y se rompió cuando aún no me cubría la mitad del miembro.

Lo intentó con otros dos, pero corrieron la misma suerte. De nuevo me sentí preso del terror: no podía ocurrirme esto.

Afortunadamente, era una chica de recursos. Era consciente que le había tocado la lotería y no estaba dispuesta a quedarse sin premio. Con expresión grave me dijo:

-¡Que narices!. Tú eres virgen y yo tomo la píldora-. Y, sin decir nada más, se me subió encima y guió a mi glorioso miembro a su fuente de placer.

¡Qué sensación!. ¡Qué suavidad!. Apenas duró diez segundos, pero noté que el tiempo se había detenido. Me sentí ingrávido y poderoso y descargué todo mi fuego en su interior. Ella gimió ante la envestida y yo me dejé ir. Pero ella seguía moviéndose. Yo traté de disimular, pero hay cosas que no se pueden ocultar. Por mucho que te empeñes lo acaban notando.

Ella me miró incrédula, luego, rabiosa, me dijo:

-Sois todos iguales y deja de sonreír mamonazo.

La verdad que las palabras no me parecieron las más adecuadas para coronar el momento más feliz de mi vida y me sentí un poco mal. Ella se incorporó y me gritó que me fuera. Yo la hice caso sintiéndome bastante humillado.

Me encontré en la calle, en calzoncillos, en una de las situaciones más denigrantes de mi vida. Deambulé por la oscuridad de la noche hasta que decidí vestirme. Y empecé a recapacitar. Tanto tiempo para esto. Recordé la charla que habíamos tenido en la fiesta sobre lo importante. Y descubrí que estaba equivocado: ahora sabía que mi enorme cola seguiría conmigo para siempre, pero la novia de mi amigo me había dado una gran lección: el tamaño no era lo importante. Estaba en un error, como también los estaban mis amigos: lo importante no era la persona, no era el cariño, ni los juegos, tampoco la habilidad. Lo importante ni siquiera era la duración. No, ahora lo sabía. La recordé con una sonrisa y me di cuenta: lo importante es participar.

miércoles, septiembre 13, 2006

Lo importante (II)

Desayuné con los calzoncillos bajados, sin perder de vista a mi nuevo compañero. En la ducha lo toqué con cierto pudor, como pidiendo disculpas. Al fin y al cabo nos acabábamos de conocer y ya nos estábamos duchando juntos. El lo entendió y se dejó limpiar y noté una cierta timidez también por su parte, lo que me hizo ganar un poco de confianza: para él también suponía un cambio y tenía que acostumbrarse. A riesgo de parecer inmodesto, debo decir que me pareció percibir que estaba contento con el cambio (a saber a quien había pertenecido hasta esa mañana).

Fui al trabajo sin dejar de pensar en el cambio. Durante la media hora que duraba el trayecto en metro, traté de recordarlo, pero sus facciones estaban ligeramente diluidas, como cuando conoces a una persona que te resulta muy atractiva, pero la ves sólo unos minutos, y luego tratas de recordar su rostro y no puedes dibujarlo con claridad en tu mente. Con ansiedad, entré al bañó nada más llegar a la oficina, me desabroché los botones del pantalón, me bajé los calzoncillos y ahí seguía más espectacular que en mis recuerdos (donde la modestia, el miedo y la esperanza me hicieron reducir sus proporciones). Antes de guardarlo, percibí una sonrisa en su esplendoroso rostro.

Repetí la operación catorce veces en ese día, doce en el siguiente, ocho en el tercero y cuatro en el cuarto, todas con resultados plenamente satisfactorios.

Poco a poco fuimos ganando confianza y fui memorizando todas sus facciones y peculiaridades. Con el paso de los días su imagen era más clara en mi memoria, a la vez que el recuerdo de mi escuchimizada y diminuta cola anterior se iba perdiendo como un mal sueño.

Como ya he dicho, una de las cosas que más me ayudó a acostumbrarme a él fue su timidez. Por eso esperó dos semanas a mostrarme su primera erección. La verdad es que no tengo palabras: gloriosa, épica, pletórica, magnífica, colosal, desmesurada, abrumadora. Y no fue hasta una semana más tarde, nuestra decisión de formalizar nuestra relación a todos los efectos. El recuerdo de aquella primera paja no lo olvidaré nunca.

Al cabo de un mes ya estábamos perfectamente integrados. Una nueva seguridad había brotado de mí y la gente lo notó a mi alrededor. Empecé a ser más audaz en el trato con las mujeres, y mis amigos, los muy ingenuos, aplaudieron el cambio en mi relación con sus parejas.

Conviene que haga un inciso sobre mis amigos. En general son buena gente y todo eso, pero son una panda de cotillas de la hostia. Por eso mi virginidad era conocida y comentada por el noventa y ocho por ciento de las personas con las que trataba. Pero esa virginidad ahora se tambaleaba. La inseguridad que acumulé durante años se diluyó en menos de un mes. Repasé toda mi colección de películas pornográficas (bastante extensa, por cierto), y, a pesar de no estar a la misma escala, era evidente que mi miembro superaba sin despeinarse al mejor dotado de los actorzuchos. Casualmente, me llamaron mis antiguos compañeros de facultad para decirme que iban a jugar un partido para recordar los viejos tiempos. Con una sonrisa llena de expectación les dije que sí. ¡Qué momento!. Sin duda el sabor de la venganza es lo más dulce que existe. Me hice el tonto, pero de reojo capté todas las alucinadas miradas que me dirigieron mis compañeros en los vestuarios. Mi victoria era rotunda: aquel día fueron veintiuno los que se volvieron con el rabo entre las piernas.

Y, entonces, comencé a sentir miedo, casi pánico. Mi confianza y seguridad eran plenos. Sin duda tenía el pene más grande en cientos de kilómetros a la redonda. Las chicas se morirían por tenerlo entre sus piernas. Pero recordé como había venido a mí: de manera casual y fortuita. Empecé a temer que podía marcharse igual que había venido. Cada mañana me despertaba cubierto de sudor y rápidamente comprobaba que él seguía en su sitio, dormido plácidamente. Entonces respiraba aliviado, aunque no podía dejar de sentirme angustiado.

Tenía que actuar. Aunque algún día me despertase y volviese a mi diminuto pasado, si conseguía hacerlo con una chica con él, podría recordarlo y ese recuerdo no me abandonaría nunca, aunque él decidiese dejarme. Sé que suena un poco paranoico, al fin y al cabo nos llevábamos estupendamente y nada hacía sospechar que tuviese pensado abandonarme. Incluso teníamos los mismos gustos. Pero el destino podía depararme sorpresas desagradables, así que era vital que actuase cuanto antes.

La ocasión se presentó a las dos semanas: un amigo hacía una fiesta en su casa.

La mañana de la fiesta desperté sobresaltado. Había tardado en dormirme, atacado por una crisis de insomnio. Incluso me planteé el mantenerme despierto, para asegurarme que nadie me hurtara mi joya, pero pensé que en la fiesta más me valía estar fresco y espabilado, por lo que decidí acostarme. Al abrir los ojos el pánico se apoderó de mí y me impidió moverme durante unos minutos. Después, poco a poco, conseguí quitarme las sábanas de encima. No tuve necesidad de verlo. Él se había despertado con la misma excitación y nerviosismo que yo, y me saludaba con todo su esplendor. Esa visión me dio toda la confianza que necesitaba.

El día transcurrió lento y caluroso. Me di un baño para relajarme y al salir me puse hasta colonia: estaba dispuesto a todo.

Continuará (e, incluso, acabará)

martes, septiembre 12, 2006

Lo importante (I)

Aquella mañana me levanté con dolor de cabeza. Fui al baño a mear medio dormido y noté algo raro. Fijé mi vista en los baldosines, pero tenían el aspecto de siempre, la taza del water estaba en el mismo ángulo de todos los días, el nivel del agua era el habitual. Miré hacia la bombilla y parecía no haber cambiado. La bañera estaba en su sitio, con las manchas que iban creciendo con los meses, pero que de un día para otro no parecían sufrir ninguna alteración. El bote de gel estaba abierto, igual que el de champú. Nada fuera de lo normal. Pero, sin embargo, yo notaba que algo no era lo mismo.

Hice un nuevo repaso visual de los elementos ya citados, pero tampoco encontré nada extraordinario en esa ocasión. Me encontraba a media meada cuando la vi. Fue tal la impresión que se me cortó el chorro. Una sensación de incredulidad brotó de la base de mi columna vertebral y subió en forma de escalofrío hasta mi cabeza, despertando mis amodorradas neuronas. Mi cerebro envió un mensaje a mis alucinados ojos, un mensaje imperioso en el que se pedía la confirmación de lo visto. Mis órganos visuales, con obediencia militar, se entornaron para reducir el tamaño de la pupila y mejorar mi visión gracias a la difracción, y se fijaron en el objeto, por llamarlo de alguna manera, que me había ocasionado el ataque de ansiedad. La información viajó por el nervio óptico y llegó hasta mi centro neurálgico en milisegundos; la imagen se ha quedado grabada en mi recuerdo como una fotografía: ahí está mi raída camiseta de Pink Floyd, justo encima de mis gayumbos de florecitas. Mi mano derecha los roza casualmente, sujetando, como cada vez que procedo a desalojar la vejiga, mi cola. Entonces la veo: esa no es mi cola.

La sensación era muy extraña. Nunca he sido una persona excesivamente narcisista y si de algo no me enorgullezco especialmente es de mi pene. Para que negarlo, siempre me ha parecido un cilindro bastante vulgar, con el que he pasado buenos ratos, pero que también me ha ocasionado numerosos problemas.

Todo comenzó cuando empecé a ver películas porno. Para consolarme, me decía que los actores de estas cintas se encontraban especialmente dotados (no me refiero a artísticamente), muy por encima de la media habitual. Después, con la adolescencia llegó la hora de sacar la regla, tomar medidas y comparar resultados con los amigos. Aunque nunca lo confesé, estaba claro que el tamaño de mi miembro era el más reducido de mi grupo de amistades con diferencia. La confirmación definitiva llegó en la universidad, cuando me metí en el equipo de fútbol. Siempre recordaré el final del primer entrenamiento como uno de los momentos más duros de mi vida: ahí estábamos veintitantos chavales de mi edad, cansados y sudorosos después de dos horas corriendo, deseando llegar a la ducha para refrescarnos. Uno a uno se fueron quitando la ropa para mi escarnio y degradación: como el hombre que lleva semanas perdido por el desierto en busca de agua, dirigí mi mirada a la entrepierna de mis compañeros de equipo, intentando vislumbrar al menos un espejismo que me permitiese poder mantener la esperanza. Pero, al contrario que el sediento que se consuela con esas imágenes creadas por el calor de las arenas, yo no pude sino resignarme a la dura realidad: mi cola era realmente pequeña. Fingí haber olvidado la toalla en casa para no consumar del todo mi humillación y regresé, nunca mejor dicho, con el rabo entre las piernas.

Desde entonces apenas le presté atención a mi minga. Sentía rencor cada vez que la miraba y, a pesar de esos breves lapsos de placer onanista que me producía, no estaba dispuesto a perdonarle ese lamentable fallo allá donde, según nos han enseñado, más duele.

A pesar de eso, tenía bastante claro como era mi cola, de similar forma a como conoces tus manos o tus pies o tus orejas. Es algo inconsciente, quizás no sería capaz de dibujarlas, pero un mínimo cambio se detectaría de inmediato. Esto es lo que había ocurrido y, para que decir lo contrario, el cambio era todo menos mínimo.

Al principio no supe como reaccionar. Estuve un par de minutos medio agachado observando ese nuevo miembro que había usurpado el lugar de mi pequeña cola. La incredulidad no se disipaba, así que fui a buscar mis gafas. Los cristales, como las muletas a un cojo, ayudaron a mis ojos a convencer a mi cerebro de la realidad del cambio. Por más que la mirase, estaba claro que esa no era mi cola. Lo intenté mirando al espejo del baño, tratando de evitar una confrontación directa. Pero el reflejo era una prueba más de la metamorfosis de mi virilidad.

No pudiendo negar los hechos, pasé a una fase de indignación. ¿Dónde demonios estaba mi querida cola?, ¿cómo diablos se había producido el cambio?, ¿quién estaba implicado en el asunto?, ¿por qué me había sucedido a mí?, ¿a quién podía reclamar o, al menos, pedir explicaciones?, ¿qué iba a hacer yo con esa enormidad entre las piernas?. Y, entonces, reflexionando sobre mi última pregunta, empecé a aceptar la situación de una forma más fría y objetiva, sin deformar la realidad con mis sentimientos personales.

Tuve que recordar que nunca había tenido aprecio a mi antigua cola. No me gustaba ni su forma, ni su aspecto, ni su tamaño. Me obligué a pensar de manera lógica. No iba a empezar como en el funeral de una persona a la que detestaba en vida, a ensalzar virtudes que nunca existieron. No. No iba a ser un cínico. Mi vida había sido un infierno en diversos aspectos y todo era por culpa de mi cola: mi timidez, mi inseguridad, mi falta de capacidad para relacionarme con el sexo opuesto. No iba a ser yo quien llorase a ese minúsculo colgajo que durante años me estuvo atormentando, mirándome con rostro afligido intentando decirme que él no tenía la culpa. Por supuesto que tenía la culpa. La culpa de todo. Mi indignación se diluyó en la aceptación casi fanática: mi cola había pagado por sus pecados. No sé donde estaría ahora, pero su destierro era más que merecido. Al fin, por primera vez en mi vida, saboreé la palabra justicia entre mis labios.

Ya más tranquilo, finalicé de vaciar la vejiga, eso sí, sin quitarle la vista a mi nuevo miembro. ¿Cómo describirlo?. Lo lamento, pero sólo se me ocurre una palabra, acompañada de una ristra de sinónimos: grande, enorme, gigantesco, tremendo, descomunal...


Continuará

lunes, septiembre 11, 2006

Un buen día

Sí, hoy es un buen día:

Van Nistelrooy marcó ayer tres golitos.

Schumacher porculizó a Alonso.

Mis chavalas (y chavales) vuelven al cole.

Y, sobre todo, Josele saca un disco nuevo.

Por eso, os regaló este estupendo video que nos dejó Threadwell os ama antes de ayer en uno de sus comments.



Si os ha gustado, también os recomiendo este o este. Y, si queréis más (ociosos trabajadores) veniros aquí.

Pd: si queréis engendrar un Papa, os recomiendo que pongáis un anuncio en el periódico con el siguiente texto:

Modesto funcionario del Estado, soltero, católico, de 43 años, con derecho a pensión, quiere contraer matrimonio con una muchacha católica, que sepa cocinar y a ser posible coser, con patrimonio

jueves, septiembre 07, 2006

Las siete diferencias

Hoy, en la piscina, me he encontrado con una amiga a la que no veía desde la época de la facultad. La conversación ha empezado de buen rollo, pero ha girado repentinamente cuando me ha preguntado, aludiendo a mi cada vez más cercana calvicie, si me estaba dejando entradas. He respondido, sonriendo, algo sobre estar a la moda. Sin tiempo para la recuperación, me ha soltado un “vaya tripita”, como si estuviésemos jugando a las siete diferencias. Le iba a contestar la consabida barriga cervecera, pero me han entrado ganas de jugar a mí también. Le he hecho un breve comentario sobre el erotismo de la celulitis y una leve alusión al alarmante descenso de su bikini, comparando con otras épocas más turgentes de su vida. Su sonrisa se ha congelado y se ha despedido de mí precipitadamente, aludiendo un ataque de prisa.

Creo que se ha mosqueado.

domingo, septiembre 03, 2006

Buitres

Aviso legal: Este post contiene material lesivo para algún miembro del género masculino de la especie humana. Como me consta que entre los lectores del blog hay miembros de esta funesta calaña, Blogger de Google me obliga a publicar este aviso. Es más, supongo que también se puede extrapolar al resto de la especie humana, así que las féminas tampoco están exentas del riesgo de padecer algún daño irreversible. Si alguno de ustedes empieza a sentirse mal o aludido a medida que discurre la lectura de la siguiente entrada, rogamos que la interrumpan inmediatamente.


Hoy voy a escribir sobre los buitres. Acudiendo al diccionario, nos encontramos dos o tres acepciones para esta palabra. No voy a hablar sobre las aves rapaces, ni sobre algún futbolista de renombre, reconvertido a adorador de seres superiores. Me centraré exclusivamente en las personas aprovechadas y egoistas, y, para concretar aún más, voy a escribir dentro del marco del cortejo macho-hembra del homo sapiens.

Ciertamente, el diccionario no deja lugar a la duda: persona aprovechada y egoista. La síntesis es perfecta, así que, los que tengáis un poco de prisa, podéis parar aquí, porque me voy a limitar a desarrollar un poco estos conceptos o, atinando un poco más, voy a propalar unos litros de bilis.

Como ya he reflejado, voy a incidir en el momento del flirteo. Un magnífico ejemplo del pensamiento masculino en el instante de ligar nos lo da Woody Allen en su obra "Sueños de un seductor". El protagonista, Allan Felix, lleva un tiempo recomponiéndose sentimentalmente, intentando encontrar esa persona que le motive un sentimiento especial. En un instante determinado se encuentra con una chica en el Museo de Arte Contemporáneo y se produce el siguiente diálogo:


ALLAN (a la CHICA INTELECTUAL): Un... un Franz Kline muy bonito, ¿verdad?

CHICA: Sí que lo es.

ALLAN: ¿Qué te sugiere?

CHICA: Confirma la negatividad del universo. La abominable, solitaria vacuidad de la existencia -la nada-, el trance del hombre, obligado a habitar una eternidad yerma y sin dioses, como una diminuta llama parpadeando en un inmenso vacío -sólo desechos, horror y degradación- para dar forma a una inútil y desierta camisa de fuerza en un cosmos negro y absurdo.

ALLAN: ¿Qué haces este sábado por la noche?

CHICA (saliendo): Suicidarme.

ALLAN: ¿Entonces, el viernes por la noche?...



Cuando salimos de copas una noche con cierta predisposición al ligoteo, podemos identificarnos con el Allan de Allen, pero la cosa cambia cuando sales con un grupo de amigos y estás interesado en alguna persona previamente. Imaginemos una cita especialmente concertada para ahondar en la relación con esa chica que te gusta, pero con la que todavía no tienes la confianza suficiente como para quedar a solas. Un grupo de amigos, en el que obviamente se encuentra ella, se reune por cualquier motivo sin importancia y tú puedes iniciar el cortejo. Entonces aparece el buitre.

Todos sabemos lo que es hacer el buitre. El hachazo injustificado, el sacar ventaja de manera ruin o miserable o el saltarse los códigos son distintas maneras de hacerlo. Nadie está libre de caer en estos comportamientos. Aunque nos podríamos preguntar si existen reglas o vale todo. Hombre, en la situación que nos describe Woody, solo ante una desconocida, la pregunta es trivial: vale todo. Pero entre un grupo de supuestos amigos, cuando uno está especialmente interesado en una chica, las cosas cambian: existen reglas.

No pretendo demonizar a todos los que han buitreado alguna vez. Todo el mundo tiene sus instantes de debilidad. Pero cómo se comporta uno habitualmente ante estos momentos es lo que lo circunscribe o no dentro de esta definición. Y aquí es fundamental la palabra habitualmente. Cualquiera puede tener un día tonto, pero si es tu modus operandi se despejan las dudas: eres un buitre.

Y esto tampoco es el fin del mundo. No estoy diciendo que sean violadores, pederastas, asesinos o admiradores de Paulina Rubio. Simplemente se limitan a dar por culo a sus colegas, en el sentido más figurado.

En mi grupo de amistades se pueden encontrar tres tipos de buitres: los argumentadores, los buitres avestruz y los despistadoplañideras.

Los argumentadores son los clásicos colegas que, después de colártela doblada, se dedican a desarrollar toda una serie de razones objetivas que los exoneran de toda responsabilidad: estábamos en igualdad de condiciones, ellas eligen, me ha hecho ojitos, no sabía que te interesara tanto, blablablabla: DEJA DE JUSTIFICARTE, CACHO CABRÓN: SABES PERFECTAMENTE DE QUÉ ESTAMOS HABLANDO.

Los buitres avestruz son estos amigos, siempre legales, que a la cara son el paradigma del buen rollo, pero que aprovechan cualquier momento de despiste para colártela doblada. Tienen una ventaja sobre los argumentadores: en caso de ser pillados, en lugar de soltarte una insoportable retahíla de disculpas, se limitarán a negarlo todo, por muy palmarios que sean los hechos.

Por último, tenemos a los despistadoplañideras, que no sólo te la meten doblada "sin querer", sino que, además, se justifican llorando: no sabía lo que estaba haciendo, yo no quería, pero cómo te iba a hacer esto, si lo hubiera sabido, si tú sabes que entre nosotros hay buen rollito... BUEN ROLLITO, HIJO DE PUTA...

Y lo peor es que se piensan que somos gilipollas. Basta de disculpas, de silencios incómodos y de lamentaciones. Sirvan estas palabras para mostrarles todo mi desprecio, como promesa de futuras y próximas puñaladas y como declaración de guerra: que no nos toquen más los cojones.


Pd: Aunque no tiene nada que ver con la entrada, sirva este oe como lamento para los agoreros.

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