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Ignatius nació en una granja en las afueras de Florín. Sus principales pasatiempos eran comer panceta y atormentar al muchacho que vivía con él: "Puto inquilino, abrillanta mi silla de montar. Quiero ver mi rostro reflejado en ella."

viernes, julio 28, 2006

La de Dios (cuarta parte)

(Último episodio)

Mi encuentro con Dios hizo que mis nervios desapareciesen durante el viaje. Aunque volvieron en cuanto bajé del bus y la vi junto al Oso y el Madroño. Estaba, como no podía ser menos, estupenda. Además, seguía siendo un encanto. Obvió mi primer cuarto de hora de tartamudeos ininteligibles y soportó con su maravillosa sonrisa una hora de disertación sobre el cómo y el porqué de los últimos resultados del Madrid en la pretemporada. Afortunadamente, las cañas fueron realizando su misión tranquilizadora y, a partir de la sexta, la conversación alcanzó un nivel digno de ella. Su mirada era de lo más sugerente y estuve a punto de comentarle mi nueva habilidad con los condones, pero me contuve a tiempo, más por sorprenderla que por seguir los consejos que dicta la prudencia. Durante unos minutos discutimos sobre cuál sería nuestro siguiente paso. Esta vez sí me plegué a los designios de la moderación y acepté ir a bailar como preámbulo de la única cosa que tenía en mente. Después tuvimos una agradable disquisición, que presagiaba el mejor de los finales para esa noche, sobre quien debía tomarse la última aceituna. Al final resulté vencedor y la convencí para que fuese ella. Maldita la hora. Observé como la cogía coquetamente y se la llevaba a los labios con un brillo de lascivia en sus ojos. La introdujo en su preciosa boca y sacó la lengua casualmente, lo que me llevó directo a la visualización mental de un bocata salami, única imagen que consigue refrenar mis habitualmente acelerados ímpetus. La visión del asqueroso fiambre consiguió evitar un delator lamparón en mis pantalones blancos.

Perdí de vista el sucedáneo del salchichón por un alboroto externo. Unos gritos amortiguaban un espectacular ataque de tos, sacándome de mi ensoñación. Allí estaba ella, sin brillo en su mirada, llevándose sus delicadas manos a sus encantadores pechos sin una dosis de delicadeza ni encanto. Su rostro convulsionado me miraba con terror, mientras unos cuantos espumarajos me golpeaban, procedentes de su ansiada boca. Su tez fue adquiriendo un tono rojizo a medida que la tos crecía. Sus evidentes signos de asfixia fueron corroborados por lo violáceo de su piel.

Yo no acertaba a hacer nada. Un tipo que andaba por allí tomó el papel de héroe salvador y la cogió por los brazos, estirándolos hacia arriba. La tos siguió creciendo, por lo que el hombre cambió de táctica y la sujetó fuertemente por el torso, intentando forzarla a expulsar de su esófago el vil fruto del olivar, gesto que no aprecié en demasía, ya que sus musculosos brazos aferraban a mi amor por la adorada zona pectoral. A duras penas conseguí despejar los celos e intenté hacer algo útil, levantando las sillas que habían caído durante el altercado. Mi chica cerró los ojos, sin haberse librado de la oliva asesina y el tipo seguía con su abrazo, que había perdido firmeza, aunque no intensidad, como observamos el que escribe y la acompañante del heroíno, cuya inexistente pechera me hizo alumbrar una cierta indulgencia a los toqueteos del gallardo macho hispánico.

Mi sueño cayó al suelo, sin poder respirar y el hombre intentó seguir aprovechando y se dispuso a hacerle el boca a boca. Hasta ahí podíamos llegar, se debió decir su escueta compañera, y de un fuerte empellón me dejó el camino libre para que yo pudiera hacer lo que tenía que hacer. Lamentablemente, mis años de visualización de Los Vigilantes de la Playa no habían sido suficientemente instructivos, principalmente por mi falta de atención a los aspectos educativos de la exuberante teleserie. Aún así hice lo que pude, hasta que fui empujado por otro hombre. Al principio forcejeé con él, pensando que quería aprovecharse también, pero cuando enfoqué mi vista en su atuendo, decidí dejarle hacer.

El facultativo me dejó ir en la ambulancia bajo la falsa afirmación de que la chica en cuestión no era sino mi adorada esposa.

Las horas en urgencias se me hicieron eternas. No podía creer en tanta mala suerte y me esforzaba en no pensar en cierto casposo individuo que ahora debía estar pasándolo en grande con mi desdicha.

Finalmente, un médico enfundado en una deslumbrante bata blanca acudió a mí con expresión circunspecta. Balbuceó un lo siento, me entregó una aceituna encogiéndose de hombros y golpeando los míos. Yo no sabía que decir, por lo que agradecí la interrupción de una enfermera que berreaba a voz en cuello, exigiendo la presencia del doctor al instante.

El hombre me miró compungidamente, se dio la vuelta y volvió hacia el quirófano. Instantes después reaparecía con una sonrisa de hiena, proclamando que sin duda se trataba de un milagro, ya que jamás, en su dilatada carrera como matasanos de urgencia, había visto una recuperación tan asombrosa. Yo no lo podía creer.

Con no pocas dificultades, me libré de su abrazo y me encaminé al quirófano.

Allí estaba ella, con las mejillas sonrosadas y expresión de alivio. No podía creerlo.

-¿Te lo has pasado bien?.

Ella me miró, fingiendo no comprender.

-Digo que si te lo has pasado bien.

-No sé que quieres decir.- Balbuceó sin conseguir evitar un suspiro de satisfacción.

No lo podía creer.

-Será posible -conseguí decir conteniendo como pude las lágrimas que amenazaban con desbordar mis ojos.

-Tranquilízate, cariño. No sé de que me hablas.

Me fijé en su cuerpo. Sus músculos estaban relajados, pero el pecho latía con fuerza delatora. Era increíble. Negué con la cabeza, incapaz de hablar.

-He estado a punto de morir...- Ahí estaba la puntilla, la confirmación definitiva, se estaba disculpando.

-Eres una zorra -dije y me fui sin mirar atrás.

Seguro que el muy cabrón ni se había puesto condón.



FIN

jueves, julio 27, 2006

La de Dios (tercera parte)

(continuación de la continuación)

La siguiente vez que le vi fue saliendo de la cama. Me levanté a mear a media noche y me encontré en el mismo escenario que en la ocasión anterior. Ahí estaba Dios, con su pintilla de alfeñique, su traje desfasado de ejecutivo de los cincuenta, con sus coderas en la chaqueta y con su mirada censurante. Me contó que me había dejado el gas encendido y que me había asfixiado. Un despiste lo tiene cualquiera.

Fue en esa ocasión cuando me explicó que mi caso no era ninguna excepción y que, según los últimos estudios, los españoles moríamos una media de doce veces por vida, lo que nos situaba a la cabeza de la Unión Europea. Al principio me pareció un dato positivo, pero más adelante comprobé que estaba muy equivocado.

Hablamos un rato de todo, pero la verdad es que el Gran Señor no da para mucho, por lo que a los diez minutos repetí lo de “te lo suplico y eso”, para volver a mi vida.

-No, no, no -fue su respuesta.

-Pero si me has dicho que la media esta en doce muertes...

-Claro, y tu podrías llegar a muchas más.- Reconozco que su mirada me puso los pocos pelos de punta-. Pero esta vez vas a tener que hacer algo más...

En fin, resumiendo -insisto en que nuestras conversaciones nunca adquirieron demasiado nivel- me hizo ver que lo de suplicar era sólo la primera vez. Ahora me tocaba ponerme de rodillas. Me desperté en casa con un ligero dolor de cabeza.


Así empezaron una serie de muertes, a cada cual más estúpida, que hicieron que mi relación con Dios degenerara de manera preocupante: que si bésame los pies, que me hagas doce reverencias, que me des un masaje en la calva... Su sonrisa era una prueba evidente de que el tipo disfrutaba enormemente con esas cosas.

Con el pasar de las muertes, mi vida fue perdiendo interés. Me sentía como un preso, esperando el momento en que el carcelero viniera a darle su paliza correspondiente. Una y otra vez me decía que esta sería mi última vida. Que antes de volver a besar la calva o a sacar brillo de los zapatos del Hacedor o viceversa, renunciaría a la vida, lo que tampoco sería tan grave.

Los días se convirtieron en un simple esperar a ver que pasaba. No, ese camión no me ha atropellado, el perro no tenía la rabia, la puta no tenía el sida, el ascensor no se ha caído, la maquinilla no produce descarga, la televisión no me provoca sobredosis...Los segundos se hacían minutos, los minutos horas, las horas días, los días segundos y vuelta a empezar. Yo me limitaba a esperar el momento de mi muerte. No, de mi Muerte. La definitiva. Y, entonces, ella me llamó.

Ella era mi polvo fallido, mi fantasía, mi amor, mi esperanza. Y quería verme.

Por primera vez en mucho tiempo, me miré en el espejo. Es duro decirlo, pero estaba mucho peor que aquella mañana en la que empezó todo, infinitamente peor que la última vez que la había visto. Pero no me importaba. Me duché y me afeité. Fui descartando camisas hasta que encontré una lo suficientemente holgada, al lado de mi camisa tropical. Sin duda era una señal. Me la puse y me peiné. En fin, no era ningún sex-simbol, pero tampoco estaba tan mal.

Salí a la calle con la hora pegada -la labor de reconstrucción había llevado su tiempo- y me dirigí hacia la parada de autobús. Cincuenta metros antes de llegar escuché los frenos. Si no lo perdía llegaría a tiempo. Intenté emular mis viejos tiempos con un esprín lanzado, pero el bus se acercaba con gran celeridad. Apreté los dientes e intenté aumentar mi ritmo. El autobús llegó a mi altura. Estaba a sólo veinte metros y me pareció ver un señor en la parada. Con mis últimas fuerzas exprimí todos mis músculos cerrando los ojos. Mis oídos escucharon como el autobús paraba. Lo iba a coger. Abrí los ojos para comprobarlo. Una gran masa oscura se interponía en mi camino. Intenté esquivarla pero no pude.

De repente, me vi rodeado de algodón.

-¡No me jodas, tronco! -grité nada más ver a Dios.

-Vamos, vamos, no te enfades. Creí que te había enseñado algo de educación - replicó mansamente.

-No me vengas con esas, nadie se muere por chocarse con un árbol.

-No ha sido...

-Tronco, cuando me caí del puente sólo me rompí una pierna y tres costillas.

-A parte de las contusiones múltiples, pero...

-Las contusiones no matan a nadie, tío -volví a interrumpir.

-No han sido las contusiones -me respondió conciliadoramente-, tampoco el choque, ha sido tu corazón.

-Eres un cabronazo.- Estaba fuera de control.

-Vamos, hombre, no te enfades. - El tono era demasiado comprensivo-. Ya sabes que está en tu mano...-Dios sonrió como si recordara un viejo chiste-...está en tu mano volver.

Empecé a calmarme. Me había prometido que esta iba a ser mi verdadera muerte, pero siempre me lo podía pensar. Seguro que era por eso por lo que Dios se mostraba tan amable. El muy mamón estaba disfrutando por mi nueva renuncia a mis principios. Estaba a punto de mandarlo todo a la mierda, cuando recorde su sonrisa, su calor, su dulzura, su suavidad.

-Está bien -dije al fin-, ¿qué quieres que haga?

-Venga, no te pongas tan solemne, joder. Somos amigos, ¿no?.

Dios había dicho joder.

-Siempre me has gustado - prosiguió. Su sonrisa se volvió absolutamente repugnante-. Sí, desde la primera vez que viniste, con esa pinta. Tan ruda, pero tan sincera. Sí, lo reconozco, no he podido dejar de pensar en ti.

Dios se me acercó y empezó a acariciarme la espalda. Yo no sabía qué hacer.

-Seguro que se te ocurre algo -añadió bajándose la cremallera.

No podía estar pensando en eso.

-Estoy pensando en eso exactamente.

Me aparté de un empujón.

-Piénsalo -continuó calmadamente-, sé que vas a pasar un mal rato, pero merecerá la pena.

No lo iba a hacer.

-Entonces no la volverás a ver. Tantas veces que has pensado en ella... sólo te pido una...

Pensé en ella. Pensé en mi vida...qué cojones. Me acerqué a Dios.

-Eso está mejor.

Se la saque. Para ser Dios la tenía bastante pequeña. No dijo nada (incluso a Dios le acomplejan esas cosas). Empecé a meneársela. Afortunadamente la cosa no duró mucho.

-La próxima vez será más divertida -me dijo rozándose el culo.

Me lancé sobre él y me encontré agarrado a un árbol. El autobusero me estaba esparando.





(NO SE PIERSAN EL EPISODIO FINAL: LA DE DIOS (CUARTA PARTE))

La de Dios (segunda parte)

(continuación, oiga)

-¿No vas a decir nada? -fue lo siguiente que oí.

Abrí un ojo. Allí estaba yo. Con mi camisa floreada flanqueando penosamente mi abultada barriga. Un lamparón de mermelada de frambuesa destacaba sobre el azul celeste de la manga derecha. Mi dedo gordo del pie derecho parecía una berenjena blancuzca brotando de mi mugriento calcetín. Las bermudas cubrían mis fofas rodillas. En mi cara, pegadas a mi barba de seis días, notaba algunas migas que debí pasar por alto tras comerme los bollitos. Y, coronando la escena, mi empalmada polla, cubierta por el cilindro de látex, que había aguantado todo el percance sin moverse de su sitio. Por un momento me sentí orgulloso, pero la voz me volvió a interrumpir.

-Digo que si no vas a decir nada.

El orgullo desapareció al tiempo que me invadía el mayor de los ridículos. No estaba en mi ducha. No estaba en mi casa. No estaba solo. Estaba en un lugar blanco, sobre un lecho de algodón. Un hombre mayor, calvo, con gafas de pasta negras y bigotito de fachilla, vamos un lector tipo de ABC, me miraba con una media sonrisa.

-¿QQQQQuuéé? -conseguí balbucear.

-¿QUE SI NO VAS A DECIR NADA?.

-Pues verá...-Yo estaba muy confuso.

-Pues verá -repitió el tipo imitando mi tono-. ¿Eso es todo?

-Tronco, ¿qué quieres que te diga?.

-¡TRONCO!, habrase visto.- El hombrecillo parecía molesto.

Iba a disculparme cuando noté como el condón empezaba a deslizarse, a medida que mi polla se desinflaba. La situación no era fácil.

-Tío, me estaba duchando...

-TÍO -el hombre ejercía-, vaya educación. Por no decir nada de tu uniforme de ducha.

-Normalmente me ducho desnudo -me disculpé-, pero hoy...

-Déjalo, hombre.

-No, insisto -insistí-, si es que iba a regar las plantas de mi hermano...

-Ya lo sé, pero eso no es importante.

El condón abandonó definitivamente mi cola y yo aproveché para subirme las bermudas.

-Mucho mejor -continuó el hombrecillo-. No, lo importante es que supliques.

-¿Qué?.

-Que supliques.

-¡¿Qué?!.

-Que supliques.

-¿Qué qué?.

-QUE SUPLIQUES.

-¿Cómo?.

-Como quieras.

-¿Qué?.

-QUE SUPLIQUES COMO QUIERAS.

-Tronco, lo estoy flipando.

-NO ME LLAMES TRONCO.

-¿Y como quieres que te llame?.

-Dios.

-¿Dios?

-SÍ, DIOS.

Iba a continuar con el diálogo de besugos cuando la idea no me pareció descabellada. Nunca había creído en el ser supremo, pero si existía debía tener esa pinta.

-Y te atreves a pensar en mi pinta.

No había dudas, era Dios.

-Ya te lo dije.

Es verdad, me lo había dicho.

-¿Lo ves?

Lo vi.

Diantres, la cosa volvía a empezar y ahora no sabía como pararlo, ni siquiera tenía que abrir la boca para continuar con la conversación de perogrullo. Afortunadamente, el tipo, bueno, su Grandismo introdujo un giro, algo manido, pero un giro al fin y al cabo.

-A lo que íbamos, te toca suplicar.

Decidí no repetir sus palabras exactas para evitar un nuevo brote de diálogo nulo. Modelé mi pregunta.

-Verás, digo verá...no sé exactamente a qué se refiere.

-Me refiero a que no querrás que te encuentren así.

-¿Así cómo?.

-Pues con ese aspecto, muerto en la bañera.

Muerto, caramba, que mal rollo. El aspecto era secundario. Muerto. Dios, malinterpretando mi silencio, prosiguió.

-Sí, además, debes saber que cuando falleces en erección, puedes seguir así durante horas.

Sin duda era Dios, con unas palabras era capaz de iluminarte: en dos segundos había captado la esencia del feminismo.

-Tío, digo Dios, si la he palmado me la suda como me encuentren.

-Así que eres de uno esos.

Siempre sospeché que era uno de esos.

-Qué se le va a hacer.

-Suplicar...

-Joder, con el suplicar.

-...suplicar para volver a vivir.

Coño, la cosa se ponía interesante.

-Quieres decir que si te lo suplico, borrón y cuenta nueva.

-Exacto. La única cláusula es que no se lo cuentes a nadie.

Tenía su lógica. La gente me vería con cierta envidia si supiera que era un elegido de Dios.

-No eres un elegido...

-Bueno, Dios, no empecemos otra vez. Acabemos con esto.-Dudé un rato, no sabía exactamente que decir:- Te lo suplico y eso.

Se puso todo negro y noté algo en mi boca que me impedía respirar. Abrí un ojo. Era el condón. El agua caía sobre mi dolorida cabeza.

Así fue mi primera muerte. Ya sé que muchos no os sorprenderéis, pero los que no la hayan palmado ninguna vez todavía pueden mostrarse ligeramente extrañados. Me la suda que no me crean. Ya se caerán de la bici, irán a por un vaso a oscuras o jugarán un partido de fútbol después de un cocido. Es cuestión de tiempo que se encuentren con el capullo de Dios. Lamento si algún no-ateo se me molesta, pero cuando estiren la pata acabarán por darme la razón. Pero no estoy escribiendo esto para entablar un debate metafísico. Sólo quiero contar mi historia.

La verdad es que mi “revelación” mística no afectó demasiado mi vida. Solamente sirvió para que me despreocupase un poco más. Teniendo en cuenta mi habitual nivel de despreocupación, apenas se notaron los cambios. Hubo ligeras mejoras, como dejar de mirar al cruzar la calle o no preocuparme por quedarme dormido mientras fumaba, pero nada serio. Por lo menos al principio.

Es curioso, pero en ningún momento me surgió la duda de si todo podía haber sido una alucinación provocada por el golpe en la cabeza. Teniendo en cuenta mis esquemas fundamentales, simplemente me limité a aceptarlo, como cuando le cambiaron el nombre a Mister Proper o Trecet dejó de salir por la tele.

Sin embargo, con el pasar de los días, se fue produciendo un cambio del que no fui consciente a tiempo. Cada día me sentía más confiado y la gente se dio cuenta. Esto hizo que en unos meses mi vida social -anteriormente inexistente- fuera digna de comentarse en tres o cuatro monográficos de Salsa Rosa. Todos esperaban el momento de la gran payasada: el gordo iba a subirse a esa farola, o el gordo iba a colocar en su sitio al gilipollas del portero de esa discoteca, o el gordo iba a saltar desde ese puente. En fin, poco a poco me convertí en una celebridad, que pasaba la mitad de su tiempo recuperándose en el hospital.

La segunda vez que me rompí la pierna, el médico me avisó que un nuevo golpe podría dejarme cojo de por vida. Dejé mis acrobacias con lo que perdí a mis nuevos amigos. A pesar de todos los hostiones que me pegué durante esa época, en ninguna ocasión llegué a matarme. Pero Dios no se había olvidado de mí.



(continuará continuando)

miércoles, julio 26, 2006

La de Dios (primera parte)

Bueno, compañeros, el ansiado día de las vacaciones de verdad se acerca por fin. Como últimamente ando un poco flojo de inspiración, he decidido regalaros un cuento de verano, para que el chat no se quede vacío estos quince días.

La publicación irá por entregas (que numeraré adecuadamente para que nadie se pierda).

Salud, república y a pasarlo bien...

Pd: las fotos son por putear, no tienen nada que ver con el cuento.




LA DE DIOS


“Dedicado a mí mismo, fallecido póstumamente en el momento preciso de acometer el instante final del proceso recién iniciado”.



Todo ocurrió una mañana. Una sucesión de acontecimientos aparentemente banales que me llevaron al descubrimiento más asombroso de mi vida y que, sospecho, me va a llevar directamente a la muerte.

Me levanté como siempre, un par de pedos estupendos, un crujir generalizado, dos conatos frustrados de estiramientos y un bostezo desencaja-mandíbulas. Me dirigí a la cocina después de la meadita reglamentaria y observé la esparraguera que me había dejado mi hermano. Su aspecto marchito me hizo recordar el resto de plantas, que debían seguir en el patio desde hacía un par de semanas, si nadie las había robado. Eché una mirada. El panorama era desolador.

Desanduve el camino hasta mi cuarto y cogí mi camisa tropical.

Qué le vamos a hacer. Cada uno tiene sus costumbres. Y esto va más allá. Es una norma moral: no riegues si no es con tu camisa tropical. Hacía mucho que no regaba, como comprobé al ver que mi camisa más hortera ya no se ajustaba como antes a mi delicada figura por dos motivos, bastante entrelazados, eso sí. El primero es que mi figura hace tiempo que ha dejado de ser delicada. De hecho -el segundo motivo- tengo un barrigón estilo globo sonda. Conseguí abrochar los dos botones de abajo y uno de arriba, pero, cuando dejé de meter barriga, desbordé los dos primeros. No me molesté en recogerlos. Volví a la cocina y me dispuse a coger la regadera.

A mitad del descenso oteé unos deliciosos bollitos rellenos de mermelada, que mi anterior ángulo me había impedido observar adecuadamente. Olvidé la regadera y me dirigí hacia el nuevo objetivo. Me los pimplé en dos segundos con escasos contratiempos: una mancha en la camisa y un eructo de los que hacen daño. Recordando mis deberes, me agaché, cogí la regadera, miré el roto a la altura del dedo gordo de mi calcetín derecho, me ajusté las sandalias y recuperé la postura inicial en menos de treintaidós segundos. Llené la regadera de agua y salí al patio.

Vaciaba la segunda sobre el moribundo tronco de Brasil cuando me di cuenta de que había un periódico detrás del cadáver del bonsai. La momentánea distracción hizo que me mojara parcialmente mis raídas bermudas moradas. Me dirigí hacia el diario. Del cerdo de mi vecino de arriba. Encima era un Marca. Pero eso no era lo peor. Me fijé en la fecha: Ocho de Agosto de 2000. AGOSTO DEL DOSMIL. No podía ser.

Dejé la regadera precipitadamente y volví a mi cuarto. Rebusqué en el cajón y comprobé que mi funesta intuición había sido cierta. Hay fechas que se te quedan grabadas: el 23 efe, el día de tu cumpleaños, el día de reyes, el día en que se dan vacaciones los del bar de enfrente y el día en que caducan tus condones: Agosto de dosmil. Cuatro condones caducados de una caja de seis. Todo un éxito. Dos pseudopolvos en tres años.

El recuerdo me asaltó de inmediato. Allí estaba yo, tras dos años sin comerme una rosca con esa chica estupenda, que no hizo ningún comentario sobre mi peluda barriga. Me dijo que no tenía ningún método preventivo y yo saqué el condón de la fe, que descansaba desde hacía ocho meses en mi cartera. Procedí a ponérmelo...es un decir. Seguí las instrucciones rigurosamente. O sea, abrí el envase por un extremo, cogí la parte central y me dispuse a desenrollarlo sobre mi pene. Pero el cabrón no se desenroscaba. Empecé a preocuparme, situación nefasta para mi dudosa erección, que dejó de ser dudosa en el preciso momento en que dejó de serlo, coincidiendo con el instante en el que mis nerviosos dedos desgarraban el supuesto cilindro de látex. La chica no se lo tomó mal y la chupaba de maravilla. Tras este bonito recuerdo, llegó el segundo, un poco más triste, si cabe. El proceso fue similar, aunque la tía era mucho menos estupenda en todos los aspectos. Vamos, que ni siquiera la chupaba.

Y, tras los recuerdos, llegó la iluminación. Cuatro condones sin usar, caducados, pero que no iban a ser desperdiciados en absoluto. Me iba a convertir en un maestro “ponecondone”. Fue tal mi excitación que ni siquiera me desnudé. Me bajé las bermudas hasta las rodillas y empecé a meneármela. Me empalmé con ayuda del recuerdo de mi primer polvo fallido y me dispuse a acometer la tarea en la que había fracasado en mis dos únicos intentos.

Todo ocurrió como las otras veces: ruptura lateral, coger por el centro para dejar un poco de aire, colocar sobre el miembro erecto y desenrolle imposible. Pero no pasaba nada: estaba solo y tenía otros tres condones. El segundo corrió la misma suerte, pero cuando lo iba a tirar me di cuenta de algo que podía ser importante. Invirtiendo la dirección del desenrollado, noté como el preservativo se deslizaba alegremente. Esa podía ser la clave.

Como todavía me quedaban otros dos, lo tiré y cogí el tercero, Realicé a la perfección los tres primeros pasos, comprobé la dirección del desenrollado y de repente el globito empezó a cubrir mi polla. Me sentí exultante, como cuando entregué mi último examen en la facultad: SOY UNA PUTA MÁQUINA, me dije sin acabar de creérmelo y decidí acabar de masturbarme en honor de mi estupenda chica. Estaba a punto de llegar al gran momento, cuando recordé el noventa y cuatro por ciento de las pajas que me había hecho pensando en la mujer en cuestión. Habían sido en la ducha. Esta no merecía menos.

Me detuve justo a tiempo y me dirigí al baño con ciertas dificultades provocadas por mis bermudas, que me impedían caminar cómodamente. Había oído que en la ducha los condones se salen fácilmente, pero no me arredré: era un profesional con los condones y lo iba a demostrar. Apenas empezó a correr el agua me metí en la ducha sin desvestirme ni descalzarme. Entonces pisé la pastilla de jabón y el techo cambió de sitio.


Continuará...

lunes, julio 24, 2006

Resaca




Y no tengo nada más que añadir.

miércoles, julio 19, 2006

Escorpiones

El otro día, viendo la tele, me encontré con un estupendo documental sobre escorpiones. Afortunadamente, estaba acabando, así que pude ver dos temas la mar de interesantes antes de que mi nivel de tolerancia a los documentales (dos minutos) me hiciera cambiar de canal: la danza nupcial y mamá escorpiona cargando con sus cachorros. Y, repentinamente, tuve una regresión al pasado (¿dónde, si no?) que me hizo rememorar algunos grandes momentos de la humanidad que tenían que ver con estos asombrosos arácnidos.

El primer recuerdo que asocio a los escorpiones data del cole, hacia tercero o cuarto de EGB, cuando disputábamos las competiciones deportivas. Mi equipo se llamaba Escorpio y siempre quedábamos segundos (gloriosas épocas pasadas...). Los primeros eran los capullos del Adidas que nos ganaban por el puto voleibol (las competiciones eran en tres deportes simultáneamente: fútbol (ganabamos nosotros), baloncesto (ganaban ellos) y puto voleibol (ganaban ellos)). En cualquier caso, nuestro nombre molaba mucho más que el suyo y eso, concederéis, es mejor que una victoria (algo así como tener que elegir entre Insumisión (mola)y Pieles Rojas(no mola): ¿a quién le importa el resultado?).

El origen del nombre del equipo estaba ligado con el signo del zodiaco, creo recordar. Los que elegimos el patronímico habíamos nacido bajo la influencia de esa bella constelación (o eso creíamos). No voy a entrar en el inexistente debate sobre las creencias en la astrología, la religión o la panceta (¿cuál es la única verdadera? (lo sé, completamente irrefutable)), porque quiero seguir con los escorpiones.

Dejando el colegio atrás, di un salto en el tiempo y volví a los tiempos de mi adolescencia, cuando me enfrenté cara a cara con el bruthus occinatus (especie de escorpión que se pasea por la sierra madrileña). Conviene resaltar que mi familia paterna siempre ha tenido un pánico total a cualquier tipo de bicho. Y el escorpión, nos pongamos como nos pongamos, es un bicho (y, además, pica). Yo compartía ese terror de manera excelsa. Todavía recuerdo los ojos de mi padre brillando de orgullo, cuando los dos nos subíamos a la misma silla al grito de: MAMÁ, por la presencia en el entarimado de nuestro hogar de algún coleóptero inoportuno.

Pero todo esto cambio el día en que un amigo me enseñó su colección de insectos. Me quedé completamente fascinado. El pánico tornó en curiosidad. Me convertí en el azote de los bichos. Mucha gente se pregunta qué puede impulsar a un ser humano a armarse de botes de cristal, salir al campo, lenvantar toda piedra de tamaño razonable, coger a sus inquilinos, introducirlos en un baño letal de eter, ensartarlos en una aguja, colocar sus patas en la posición más interesante, exponerlos en una caja de cristal y, finalmente, colgar la caja con los cadáveres en la mejor pared de sus habitaciones. La respuesta es bien sencilla: LA VENGANZA. El terror había desaparecido y así nació Ignatius, el vengador.

En menos de un año me hice con una interesante muestra de las más diversas especies de insectos madrileños. También tenía arañas y, por supuesto, un escorpión, que dejó flipado a mi amigo David.

A él no le movía la venganza, pero estaba obsesionado con conseguir un escorpión. Nos pasamos un verano removiendo Roma con Santiago en su búsqueda y el éxito nos sonrió varias veces. La más curiosa fue la primera: cazamos un escorpión enorme. Su desproporcionado tamaño nos hizo decidir que estábamos ante una hembra a punto de dar a luz y, de repente, recordé uno de mis libros favoritos: Mi familia y otros animales. Uno de los capítulos más gloriosos es aquel en el que el joven Gerald Durrell se hace con un escorpión y lo guarda en una caja de cerillas. Al cabo de un tiempo, el escorpión tiene escorpioncitos, que lleva a todas partes subidos en la chepa, hasta que un día la madre del autor, buscando algo con lo que encender el fuego, abre la caja de cerillas y lanza su inesperado contenido al aire, segundos antes de salir corriendo aterrada, esparciendo los pequeños arácnidos por toda la habitación.

Cuando le conté esta historia a David, decidimos que nos íbamos a quedar con mamá escorpión hasta que tuviera a sus hijitos. Felices ante nuestro espíritu científico, dejamos el obeso bicho en un bote de cristal en el garage del chalet de mi amigo y nos bajamos a la piscina para celebrarlo. A la hora de comer, retornamos a nuestros hogares, pero antes le hicimos una visita a la futura madre. Ante nuestro asombro, el bote no estaba donde lo habíamos dejado. Tras diez minutos de angustiosa búsqueda, acudimos al padre de David (que no había sido informado de nuestro experimento) y le preguntamos casualmente si había visto un bote de cristal.

-El del bicho -nos respondió sonriente-. Sí, me ha dado pena que estuviera aquí solo, con esta oscuridad, así que le he puesto un poco de agua y me lo he llevado atrás.

"Atrás" era el lugar de la geografía madrileña donde con mayor intensidad caían los rayos del sol en un mediodía de agosto. A pesar de nuestra carrera, no pudimos salvarla. Aunque siempre tendrá el honor de haber muerto cocinada al vapor.

El último recuerdo que me despertó el documental me llevó a Italia, concretamente a mi primer viaje de fin de curso (cuando era uno de ellos (un alumno)). Nos pasamos media visita a Florencia en busca del mítico Escorpione, un antro del que nos había hablado un amable borracho milanés. Los licores que servían tras su barra tenían la virtud de borrar la memoria y, la verdad, no recuerdo si acábamos encontrándolo...

Para que luego digan que los documentales son un coñazo.

miércoles, julio 12, 2006

La vida sexual de Ignatius (episodio 1)

martes, julio 11, 2006

Alguna mentira sobre el ajo y otras divagaciones

Si me hallara en la terrible disyuntiva de tener que nombrar un lider planetario ante una inminente invasión alienígena (obviaré el porqué de la invasión, qué tipo de alienígenas, por qué es necesario un lider planetario y por qué lo tendría que escoger yo), elegiría, sin lugar a dudas a Karlos Arguiñano, cocinero, comunicador, lider de masas y guía espiritual.

Todavía recuerdo, entre estupefacto y maravillado, el día en que narró para toda España, mientras confeccionaba unas patatas a la riojana, los indudables beneficios que tenía el frigodedo para la salud de nuestros conductores, oficinistas, parapléjicos y demás seres humanos, que realizan gran parte de sus actividades habituales en la posición de sentados.

La maravilla provenía de que un prohombre de la gastronomía patria mencionara el mítico frigodedo (el helado cuyo sabor y color duraba entre 0,1 y 0,3 milisegundos (según la intensidad del sorbo)) en un programa de máxima audiencia. Y la estupefacción, del uso que el ilustre sotoministro (maravillas del diccionario) proponía para nuestro querido polo de fresa (algo así como un magnífico aliviador de esas molestas protuberancias que, según nos enseñan los siempre atentos publicistas de Hemoal, se sufren en silencio). Esto está únicamente al alcance de los grandes, pero sólo un personaje superior haría lo que hizo nuestro más célebre despensero: explicar, mediante gestos y con la habilidad de un mimo profesional, exactamente cómo obtener ese alivio.

Mis conocimientos del medio intrenético van mejorando lentamente, pero, por mucho que he buscado, no he encontrado el documento televisivo. Os dejo este a cambio, que tampoco está mal.




Y todo esto viene a colación de mi último pasatiempo vacacional. He dedicado la mañana de hoy a contar el número de recetas en que aparece el ajo en el celebérrimo "1080 recetas de cocina" de Simone Ortega.

Para los amantes de la estadística diré que en total son setecientos veinticuatro los condumios propuestos por la más ilustre escritora de nuestras fronteras en los que se sugiere el uso de nuestro querido condimento.

Esto para que no digáis que no aprovecho mis impuestas vacaciones. De hecho, el lunes me inscribí en un curso de lectura labial en italiano por correspondencia, con la intención de proponeros el divertido concurso: "¿Cuáles fueron las palabras exactas que Don Vito Materazzi regalo a nuestro, ahoramásqueridosicabe, Zinedine Zidane?". Pero, en vista del interés que ha tomado el asunto para la FIFA, he decidido abandonar el esfuerzo. Para los que os sintáis decepcionados, os dejo un divertimento, enviado por nuestro querido ideólogo malperson.

Pero, bueno, que me estoy yendo por las ramas.

CUIDAOS de falsos profetas e incluso todavía más de los verdaderos. Arguiñano ha propalado a lo largo de su etapa televisiva que el olor del ajo se quita simplemente con la sumersión de las extremidades (u otras partes corporales afectadas por el hedor liliáceo) en un chorro de agua fría, sin frotar ni secar.

MENTIRA (si alguien lo duda, que olfatee el teclado de mi ordenador). No voy a dar alternativas (creo que la única es perder las extremidades (u otras) contrayendo la lepra, pero esto no mejora el tema del olor). Sólo os digo que es MENTIRA (y me duele, que si hay alguien a quien admire más que a Zidane y Materazzi, ese es Arguiñano).

lunes, julio 10, 2006

El día de la camisa hortera (fraude y fin)

Bueno, bueno, bueno. Ya hemos superado una nueva edición de la Camisa y, los que amamos realmente la fiesta, podemos decir que ha sido un éxito de participación. Aproximadamente cuarenta camisas se pasearon por la noche mercuriana. No parece una gran cifra, comparando con las tres últimas ediciones. Pero en las circunstancias que se produjo, yo creo que es un número interesante. Teniendo en cuenta El Problema al que nos enfrentamos, podemos estar satisfechos ante los datos de participación. Pero sólo por esto.

¿Cuál es este terrible Problema?

La desidia. Sí, la desidia. Nuestro cartelero oficial no tuvo tiempo (en un año) de hacer un poster anunciador. Nuestros embajadores en el Mercurio no se dignaron a comentar a los patrones del ilustre bar que el evento se realizaría en la fecha en que tuvo lugar. Los habituales promotores de la fiesta (concursantes con catorce o más participaciones) no realizaron su habitual despliegue de medios para convocar a todo humano viviente. El vigente campeón no se dignó a presentarse (ni siquiera envió una disculpa oficial). No hubo publicidad en la mass media...

Así que, evidentemente, podemos hablar de desidia. Y tenemos la obligación moral de preguntarnos el porqué de esta desidia. La respuesta, aunque dolorosa, es obvia. Estamos perdiendo la esencia del concurso.

Politiqueos, conchabeos, amiguismos, intereses espúreos, campañas de difamación han sido siempre excelentes ingredientes que han adornado todas las ediciones del concurso y que han fomentado la rivalidad, la competitividad, la traición, la prepotencia, la envidia y el odio a muerte, valores indelebles que siempre deben acompañar a nuestra amada Camisa. Pero, a pesar de todos estos factores, había una luz y una guía que, a pesar del divertimento que ocasionaba todo lo citado, hacían del premio algó único y verdadero. Al final, todos sabíamos que nuestro deber ético era elegir la camisa más hortera.

Finalizada la votación, con algún que otro enfado, con alguna amistad rota para siempre y con varias enesmitades de nuevo cuño, pero enemistades verdaderas, las aguas volvían a su cauce. Se loaba al ganador, se reconocía su victoria (especialmente valorada si había recurrido a ardides, vilezas y bajezas) y todo era felicidad: El pique aumentaba exponencialmente y se empezaba a hablar de los nuevos horrores que esperaban para el año siguiente. Pero todo esto lo hemos perdido.

Y no por falta de voluntad de los nuevos ganadores, que han seguido sorprendiendo con nuevas artes en el concepto de lo miserable. El Complot del maderfaker, el Pucherazo del 2004 o el Voto Cautivo del 2006 pasarán a la historia como nuevos hallazgos de la sacrosanta Ignominia Hortera. Todo sería maravilloso si, además, hubiese ganado la camisa más hortera. Pero esto no siempre ha sido así y este año el resultado ha sido especialmente sangrante.

Encima, hay una panda de soplapollas, adalides de lo políticamente correcto, que están tan content@s porque, por fin, ha ganado una mujer. Es penoso y lamentable. Tiempos oscuros hemos de vivir.

La victoria de esteañoganaréseguro ha sido magnífica desde dos puntos de vista: su gloriosa campaña previa y su espectacular convocatoria de seres humanos que sólo conocían su nombre, ergo sólo la podían votar a ella. Pero su camisa... me invade la tristeza... su camisa era una puta mierda.

El 2006 será recordado como el año que ganó una camisa a cuadros. Es cierto que su corte y sus volantes eran adecuados (para participar, nunca para ganar), pero el estampado era paupérrimo, la escala cromática escasa y DISCRETA, el diseño cuadriculado, la innovación inexistente...


Amigos de la camisa hortera, desde este foro hago un llamamiento para que esto no vuelva a suceder. ¿Qué ha sido del miedo escénico, del asombro de los primerizos, de la ilusión por la victoria, del respeto total a la estética y ética horteras?

No dejemos que esto vuelva a ocurrir.

jueves, julio 06, 2006

El día de la camisa hortera (estatuts)



1. Amarás a tu camisa como a ti mismo (por lo menos).

2. Una camisa un voto.

3. Sólo puede ganar una. En caso de empate entre dos o más camisas se procederá a repetir la votación entre todos los participantes con derecho a voto (ver punto 2). Los sujetos a ser votados serán únicamente las camisas que en primera ronda quedaron empatadas. En caso de nuevo empate se repetirá el proceso, hasta que la engorrosa igualada se desfaga. Este procedimiento se volverá a realizar cuantas veces sean necesarias: no al catenaccio.

4. El único elemento de juicio que se tendrá en cuenta a la hora de emitir el voto será la camisa (habrá que obviar complementos, ornamentos, adornos, aderezos, campañas de difamación, complots, simpatías, antipatías, cardiopatías y demás subterfugios que pudieren trastocar nuestro fin último: QUE GANE LA CAMISA MÁS HORTERA).

5. Los complementos (etcétera) que acompañen a las camisas serán bienvenidos, pero nunca serán tenidos en cuenta a la hora de efectuar la votación.

6. El acto de votar es lo más importante que harás durante el año. Tu conciencia y tú estaréis solos con el propósito de conseguir nuestra elevada meta. Olvida a tus amigos (sencillo) y, sobre todo, olvida a tus enemigos (chungo). Por única vez en el año se te exige honestidad, rectitud, caballerosidad y sinceridad (sólo durante el acto de votar).

7. Las campañas de difamación, complots, conspiraciones, maquinaciones, conjuras, conchabanzas e intrigas quedan terminantemente prohibidas.

8. Las campañas de difamación, complots, conspiraciones, maquinaciones, conjuras, conchabanzas e intrigas deben realizarse en la barra del Moderfaker, con la connivencia de Rogelio.

9. Se prohibe expresamente votar a la camisa que le corresponda el número 26.

10. Los votos de algunas señoritas rubias y morenas rizosas acamaradas estarán sometidos a la vigilancia de la ONU. En caso de voto interesado, estas mozas se verán despojadas de sus camisas y de sus novios.

11. Camisa, definición y propuesta:1 prenda de vestir de tela, abotonada por delante que suele llevar cuello y puños y que se pone inmediatamente sobre el cuerpo o sobre la camiseta.2 Revestimiento de un horno, un cilindro, una tubería o de otros tipos de piezas mecánicas.3 Funda reticular o incombustible con que se cubren ciertos aparatos de iluminación para que, al ponerse candente, aumente la fuerza luminosa.4 Carpeta o cartulina doblada en cuyo interior se guardan documentos galliformes.5 Tegumento que los animales abandonan después de la muda .

12. El apartado 11 no es vinculante.

13. El pucherazo ha de perseguirse, así como a las azafatas que lo pergeñen.

14. La camisa debe lucirse con orgullo y gallardía durante toda la noche. Aquellos que incumplan esta norma serán abucheados y calificados como splitters.

15. Amalá como yo la he amado y todo será alegría.

16. Extradict the pope.

lunes, julio 03, 2006

El día de la camisa hortera (pensamientos)


Por fin, tras un año de dolorosa espera, llega a nosotros el mayor acontecimiento del verano: El día de la camisa hortera. Nos acercamos peligrosamente a su mayoría de edad, ya que este año se cumple el decimoséptimo aniversario del más ilustre de los certámenes. El evento, como viene sucediendo en los últimos tiempos, se desarrollará en el Mercurio, el próximo sábado, ocho de julio. Pero no siempre fue así.

Originalmente (y aún ahora formalmente) el día de la camisa hortera se celebraba siempre el 5 de julio. Y, aunque frecuentemente el devenir de las copas lo hacía desembocar en el citado bar de Malasaña, no siempre el Mercurio fue la sede oficial del lance sin par.

Algunos han comenzado a calentar motores y elevar la tensión, ya que sólo puede ganar uno, o, mejor, debería escribir una, ya que la camisa es la protagonista absoluta y definitiva de la gran fiesta que nos espera. Ya sé que algunos miembros del sector purista del certamen se removerán ante sus pantallas al leer esto, pues en muchas ocasiones la camisa no ha sido el elemento diferencial. O, peor incluso, algunas victorias han sido conseguidas por prendas de dudosa procedencia, que nadie circunscribiría en una taxonomía clásica de la camisa.

En esta época, la victoria se cotiza alta, pero conviene recordar los orígenes de El Día. En su primera edición no se proclamo ningún ganador, ya que el único objetivo era lucir el hortera que todos llevamos dentro, sin ningún ansia competitiva. Fue en la segunda edición, y ya avanzados en copas, cuando se eligió un ganador para ese año. La camisa (por llamarla de alguna manera) de ese año, para muchos, fue inferior a las que participaron en el primer certamen. Por este motivo, se eligió retroactivamente, un año después, al primer campeón del concurso.

El sistema actual de voto parece inmutable: una camisa, un voto. Pero esto tampoco ha sido la norma todos los años. No recuerdo si fue en el 95 o en el 96, cuando, registrando la participación más baja de la historia (tan sólo cuatro camisas a concurso (aunque la ganadora se habría llevado de calle el premio en sus últimas ediciones)), se decidió que fueran los parroquianos del bar (que ni siquiera era el Mercurio) quienes eligieran a la gloriosa vencedora de la noche.

Claro que si hablo de cuatro camisas, muchos se pueden llevar a engaño sobre la magnitud del evento. La mayor participación de la historia se produjo hace tres años. Mi memoria empieza a fallar, por lo que pido colaboración a los miembros del chat, pero diría que las paupérrimas cuatro camisas vieron su número multiplicado, al menos, por veinte en el más multitudinario de los concursos perpetrados hasta la fecha. Y conviene aclarar que habría un número similar de acompañantes sin camisa (participante). Curiosamente, aquella celebración estaba patrocinada por una agencia de viajes y el primer premio era un viaje a Mallorca.

También se asistió a una de las mayores polémicas de la historia del evento: la conspiración del maderfacker, el 26, 26, 26 o las patas de pollo. Aunque siempre han habido disputas y controversia: la sal de la vida.

La última cosa que voy a comentar es la injusta fama que el concurso tiene de machista. Es cierto que ninguna mujer ha ganado (todavía). Sus excusas son de lo más variopinto. A mí la que más me gusta es la de que a ellas nuestras camisas les quedan estupendamente y no parecen horteras. Afortunadamente, ya hay algunas que han empezado a perder el miedo al ridículo, porque estar monísima de la muerte suele ser un handicap para conseguir la victoria. En mi opinión, el que no haya ganado ninguna chica todavía se debe exclusivamente a que sólo en los últimos años se han animado a participar.

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